sábado, diciembre 01, 2012

Retrato de un pianista post adolescente

Revista el Sábado- El Mercurio


Gustavo Miranda es muy joven, es pianista y es uno de los grandes. A los 21 años, estudia en Julliard en NY y lo acaban de escoger para participar del Ciclo Grandes Pianistas del Teatro Municipal de Santiago. Esta es su historia, de Puente Alto a Nueva York.  

Por Andrea Muñoz

En Manhattan, en la calle sesenta y cinco, está Juilliard, la escuela de música, danza y drama. Por fuera es una mole de ángulos rectos, vidrio y mármol. Por dentro es un laberinto de pasillos y puertas -oscuras, pesadas, gruesas-, todas cerradas. Son ochenta y cuatro puertas y todas suenan. Hay una puerta-suena un violín-otra puerta-un contrabajo-puerta-cello. Son ochenta y cuatro sonidos: uno por cada sala de ensayo. Al final del pasillo se escucha un piano.

Gustavo Miranda está sentado frente a un Steinway negro, largo, de esquinas gastadas. Mueve la cabeza, a veces mira hacia el techo, los ojos oscuros, abiertos. Levanta las cejas; escucha. Mueve los dedos; suenan. Respira hondo; suena. Suena como si estuviera soplando. Suena como si no hubiera partitura, como si las notas estuvieran siendo improvisadas, ahora, detrás de esa puerta, al final de este pasillo sin ventanas.
Miranda es muy joven, es pianista y es uno de los grandes. Es joven porque tiene veintiún años. Es grande porque lo acaban de escoger para participar del Ciclo Grandes Pianistas del Teatro Municipal de Santiago. Tocará en junio del próximo año. Tocará tres eses: Schubert, Schumann y Scriabin.

Ahora está estudiando a Schubert, uno de sus impromptus, y si el sonido parece natural es porque en su ejecución hay control, se nota un plan, se oyen (porque se oyen) las horas de ensayo. Ha pasado los últimos cuatro años estudiando en Juilliard. En mayo terminó el pregrado, donde lo guió Julian Martin, y en septiembre comenzó su máster, donde estudia con Robert McDonald.

Su carrera comenzó a los diez años, cuando ganó el Concurso Nacional de Piano Claudio Arrau, en Quilpué. Desde entonces, Gustavo Miranda se transformó en una especie de profecía. En los diarios era un "talento promisorio". A algunos les recordaba a Claudio Arrau. A otros, a Alfredo Perl. Lo que aparecía, en el noventa por ciento de los artículos que se escribieron sobre él, es que venía de Puente Alto. Que la historia era sobre un niño, de Puente Alto, que algún día sería grande. Que era una historia de esfuerzo.

-Lo único que me interesa es que cuando vayan a mis conciertos la gente escuche, que de verdad escuche -dirá hacia el final de la tarde.

La historia es así. Sus abuelos cuidaban una parcela en el Cajón del Maipo. En la casa del dueño de la parcela había un piano. Gustavo Miranda se acercaba a tocarlo. Tenía tres años.

"Parece que no se podía. Me decían: 'No toques'. Pero yo iba y tocaba", cuenta.

-¿Escuchabas a alguien tocar?
-No, iba por curioso. Tocaba otros instrumentos también. Jugaba con música, esa era mi forma de jugar.
En alguna de esas historias publicadas en el diario, Miranda describió el piano -el piano como lo veía él cuando tenía tres años-como una especie de mueble que sonaba.

-Pero no sé si partió por ahí. Yo cantaba mucho. Recuerdo que cantaba y sigo cantando. No sé si canto bien, pero es algo que siento internamente. Fue más que el piano: era la música.

Después se aburre: "Es que esta historia sí que la vengo diciendo de siempre".

No quiere hablar del principio. Dice que se lo han preguntado demasiadas veces. Dice también, que la gente cambia.

"No necesitas escribir eso porque ya está", dice.

A los ocho años comenzó a estudiar piano en el Instituto de Música de la Universidad Católica. La prueba de admisión la recuerda vagamente: "Me llevó mi mamá, no sé qué habré hecho". Había, sí, un grupo de profesores y en ese grupo estaba Miguel Ángel Jiménez, quien después sería su primer maestro.

Ese día, Miranda tocó con autoridad, usando las dos manos, pero sabía muy poco, tal vez nada.

 "Comenzó a tocar cosas incoherentes, pero con una especie de interés y dominio; como simulando que tocaba una gran obra", recuerda Jiménez. "Entonces en ese minuto yo dije: 'Este niño tiene algo, ¿qué es?'"
Ese niño era bajo y flaco, de manos delgadas, dedos finos. Su puntaje, tras las pruebas auditivas y rítmicas, era uno más en la lista de postulantes: ni tan bueno ni tan malo. Pero lo aceptaron. Y cuando comenzaron las clases, el profesor se dio cuenta de que su alumno -además de gustarle tanto la música, además de ser flaco- también aprendía muy rápido. Terminó el primer año a los tres meses. Al final del primer semestre, sabía lo mismo que un alumno de segundo año.

Luego vino el Concurso Claudio Arrau. Miranda tocaba el piano y sus movimientos eran expresivos. Eran tan expresivos que perdió el equilibrio: cuando terminó de tocar, se le cayó la cabeza sobre el piano. La última nota y luego un pequeño golpe, un cabezazo.

Jiménez piensa que su talento era más grande que su cuerpo de niño.

"Fue bonito eso", recuerda.

Miranda no se acuerda de nada.

Después vino la edad incómoda. Tenía doce años, tenía otro cuerpo y el piano se sentía extraño. Tenía, además, sus propias ideas sobre cómo debían sonar las cosas.

-Cuando llegó a mi clase ya había desarrollado un sentido extraordinario en la interpretación -explica María Iris Radrigán, su segunda profesora. Y además, con mucha propiedad; es decir, muy decidido, muy sabiendo lo que hacía. Yo quiero decir tal cosa y eso era lo que salía para afuera, lo que él comunicaba.
Los músicos dicen que interpretar música es como actuar. Por un lado, hay un guión; por el otro, hay imaginación. El actor lee la historia y se memoriza los diálogos. Cómo decirlos, cuándo hablar así o asá, cuándo llorar o no, si llorar con o sin ruido; para eso no hay guión.

A veces los guiones son específicos. A veces son más vagos. Una vez, Radrigán le pasó a Miranda un guión vago: un preludio de Bach. Las partituras del compositor alemán apenas tienen indicaciones. No dicen ni "tóquese con alegría" ni "con sentimiento". Así que Miranda tocó lo que él se imaginó.

"Y era realmente increíble la postura", recuerda Radrigán.

Después ella le propuso otra, opuesta a la que él había preparado.

"Y lo dio vuelta. Lo que era blanco lo puso negro. Fue increíble. Eso, a veces, ni un adulto lo puede hacer".
Según Radrigán, desde muy niño Miranda fue capaz de transmitir todo tipo de emociones a través del sonido.

En persona era distinto.

-Era más bien tímido y retraído -dijo Jiménez, su primer profesor.

-Yo no soy tímido. ¿Tú crees que soy tímido? -pregunta Gustavo Miranda desde el piano.

-Sí, aparentemente tímido -dice María Iris Radrigán.

Dice: "Aparentemente".

-Porque uno ve a Gustavo en el escenario y se pregunta: ¿quién dijo que era tímido o introvertido? Nadie. Nadie podría decirlo. Se sienta al piano y Gustavo es otro.

El Gustavo Miranda que llegó a Juilliard tenía diecisiete años.

"El primer año fue más de señas y cosas", dice aludiendo al idioma. "Pero ya sobrevivía. Sabía un poco porque antes vine a los festivales en Canadá".

En las entrevistas que le hicieron durante esos años, Miranda describió su rutina así:

"Me despierto a las seis y media, tomo desayuno a eso de las siete, luego practico entre ocho y nueve, y a esa hora comienzan las clases hasta las cinco de la tarde, con almuerzo entremedio, para luego continuar estudiando hasta bien tarde. No hay tiempo para mucha vida social".

Julian Martin, su profesor de esa época en Juilliard, recuerda que Miranda hablaba muy poco con sus compañeros. Que comía poco, que adelgazaba más. Que un día se le ocurrió preguntarle qué había comido ayer. Que después le enseñó a cocinar huevos. Que no le iba  a contestar ninguna pregunta sobre el piano hasta que lo viera freír un huevo. Que Miranda siempre tenía hambre de piano.

Al piano, Miranda tenía "una voz fuerte y segura", dice Martin. Tenía un gran oído, un sentido de autoridad, ideas claras sobre la música. Tenía, también, una manera curiosa de sentarse en el piano. Se sentaba lejos, y miraba el techo, no las teclas ni sus manos.

-Para el oyente era como si o estuviera leyendo las notas del techo o pidiéndole inspiración a los cielos -explica Martin.

Al profesor, los gestos le parecían innecesarios; dañinos, incluso, pues amenazaban con reducir su repertorio. Algunas partituras no se pueden tocar así, desde lejos. Y tampoco podía transformarse en un gran pianista lejos del resto, opina Martin.

-No importa cuán duro trabajes ni cuántas horas te pases practicando -y él pasa muchísimas horas en la sala de práctica-pero creo que no te puedes convertir en un gran pianista en solitario.

Miranda, en Chile, no tocaba dúos, ni tríos, ni cuartetos. Si tocaba en grupo, era en patota: con una orquesta. Pero la mayor parte del tiempo, tocaba solo. La música de cámara era algo nuevo: era trabajar en grupo, pero sin un director que zanjara el asunto. Era ponerse de acuerdo con uno, dos y hasta siete músicos. Era escuchar a otros músicos y escucharse a sí mismo, de otra manera.

Comenzó a hacerlo a partir del tercer año. A fines del cuarto, lo hizo intensamente. Miranda fue seleccionado para participar en el festival de verano de The Taos Music School, una institución que se especializa en música de cámara. Ahí, junto al ensamble, estuvo dando conciertos cada dos semanas.

Julian Martin dice:
-El festival lo hizo cambiar tremendamente, volvió muy distinto del verano, sobre todo en como se comunica conmigo y con sus pares. En Taos se trabaja muy duro, es muy alto el nivel, pero él hizo buenos amigos allí y eso ha tenido un gran impacto. Como persona y como músico.

Como persona y como música, dice también Miranda.

-Durante esos primeros años estaba trabajando solo, básicamente. Entendiéndome a mí, como pianista y como persona. Ahora no. Ahora estoy tratando de entender cómo soy yo interactuando con gente. Y en la música también.

Su progreso también se manifiesta en su manera de sentarse al piano. Esos "gestos extravagantes" de los que hablaba Martin han ido desapareciendo.

Hoy, Gustavo Miranda sigue sentado a cierta distancia del piano, de este Steinway, en esa sala de ensayo, al final del pasillo sin ventanas. A veces, también, fija los ojos en el techo, ojos oscuros, ojos abiertos. No pierde el equilibrio. Su cuerpo está estable.

Está tocando el primer impromptu de Schubert. Ahora, en este pasaje, la mano derecha se mantiene fija-fija y constante en un rango de dieciséis notas -mientras que la izquierda salta de las graves a las agudas, como si graves y agudas estuvieran conversando. Para alcanzar las altas, Miranda debe cruzar una mano por sobre la otra. No se nota el esfuerzo.

Termina.

-Mucho gusto, Gustavo.

Sonríe.

Después hablamos del siglo de oro de los pianistas. De la tradición de los súper genios que comenzó en Liszt, el inventor de los recitales de piano. Hablamos del pasado, de cómo ha cambiado la manera de oír música. De las grabaciones. De los años donde no existían ingenieros en sonido asegurándose de que los pianistas tocaran exactamente las notas que aparecían en la partitura.

-En esos tiempos era mucho más espontánea la forma de tocar, era más lo que salía en el momento. Se agregaban notas, se quitaban notas, era otra forma.

-Y eso, ¿lo admiras?
-Claro y trato de tocar así también. Son otros tiempos, pero el espíritu es correcto y me gusta.

-¿Tocarías una nota equivocada?
-Siempre lo hago.

-¿Intencionalmente?
-Pasa. Es espontáneo, por eso me gusta tocar en vivo. Es más importante el contenido artístico que alcanzar una perfección. Uno puede llegar a obsesionarse con la perfección y entonces se pierde la belleza de la música. Yo prefiero concentrarme en eso. Y de alguna forma, cuando uno se concentra en eso, termina tocando las notas que están en la partitura. Uno necesita esas notas para lograr ese significado de la música.

-¿Si uno quiere ser perfecto termina sin decir nada?
-Sí, es así. Es que la música no se trata de tocar las notas, se trata de proyectar emociones. Eso es la música. Así funciona.

-¿Te molesta algún ruido?
-El ruido no es grato, pero la música no es ruido.

-¿No es ruido sino sonido? ¿Cuál es la diferencia?
-En el sonido hay intención. El ruido ocurre sin control. En la música cada sonido que uno produce tiene un significado. Y es probable que cuando no estamos conectados con la música estemos metiendo ruido.
Entremedio sigue tocando. Toca a Fauré, Ravel, Debussy. Toca a Liszt, a Brahms. Toca también a Mompou. Cuando va en Mompou su cara está lisa, la boca relajada, no levanta las cejas, los ojos en el piano.

-Yo, como intérprete, quiero desaparecer: meterme tanto en la música que termine no siendo yo. Eso es lo ideal para mí. Es lo que busco: casi desaparecer. Desaparecer -dice.

En Chile, le parece a él, a veces es difícil desaparecer.

-No sé. Será porque me conocen, porque soy chileno, que se enfocan en otras cosas a veces. Yo ya llevo cinco años en Nueva York, y está bien, Puente Alto es por donde partí, pero no es quién soy definitivamente. Yo soy un pianista joven, estoy encontrando mi forma, pero tengo algo que compartir.

-¿Qué cosas de Puente Alto te acompañan hasta acá?
-Siempre voy. Cuando voy a ver a mi familia ahí es donde vivo. En la misma casa. Pero no sé si sea puentealtino. Yo simplemente me quedo ahí por una semana.

-¿Te tiene aburrido seguir siendo una promesa?
-¿Promesa? Es como: 'algún día llegará a ser'. Soy joven, no es mentira que soy joven, pero tengo algo que mostrar. Detrás de mis programas hay un concepto. Trato de poner obras que signifiquen algo para mí. No es como: 'Soy talentoso y vengo a tocar'. No. Hay algo que quiero mostrar.

El próximo año, en el Ciclo Grandes Pianistas del Teatro Municipal, tocará la Fantasía de Schumann.

-¿Qué quieres mostrar con eso?
-Es una obra muy apasionada, con mucha vida. Y hay mucha juventud ahí y es justo como me siento ahora: en un momento intenso.

 Una semana atrás era un sábado de octubre y Gustavo Miranda caminaba por la orilla del Hudson. Vestía camisa, chaqueta Armani, zapatillas. Su pelo, cortado con cuidado. Los vidrios de sus anteojos estaban impecables. Miranda sigue siendo flaco.

Al frente suyo estaba la costa de New Jersey. Atrás, Manhattan y sus rascacielos, luces, sirenas, bocinas, martillazos. En este paseo, a la orilla del Hudson, hay dos cosas que en Nueva York son escasas: silencio y vista al agua. Por eso le gusta caminar por aquí.

"Es como salir de la ciudad", dijo.

Frente al río, volvemos al principio.

-Ha habido casos donde ni siquiera me han preguntado cómo empezaste e igual lo ponen. Es como para recordarle a la gente, creo yo, no sé.

-¿Y te molesta que te lo pregunten?
-No, pero hay otras cosas que uno también quisiera compartir también. Hay una evolución, uno crece, cambia, todos los días, y eso es bueno que se sepa. La verdad es difícil. No importa. Lo importante es la música.

Lo demás, ruido.

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