La hermana menor del fotógrafo chileno, que murió en febrero a los 81 años, cuenta quién era y qué buscaba este hombre enigmático que llevó a Cortázar a escribir Las babas del diablo, el cuento que Michelangelo Antonioni convirtió en Blow up.
POR PABLO E. CHACÓN
Entender quién era o qué buscaba Sergio Larraín, el fotógrafo que cansado de los bon-vivants de la industria cultural y empujado por la desesperación, abandonó –de una vez y para siempre- su más que promisoria carrera en la agencia de fotografías Mágnum, a la que había entrado por expreso pedido de Henri-Cartier Bresson, es intentar acertar la cifra existencial que buscan (o buscaron) Michelangelo Antonioni, Jean-Luc Godard, Bob Dylan, Samuel Beckett o William Faulkner. Pero desde su muerte, a principios de febrero pasado, en Ovalle, una población agraria al norte de Santiago de Chile, continúan tejiéndose las especulaciones más disparatadas en torno a su doble vida: la primera, mundana, glamorosa, exitoso profesional de la imagen amigo de Violeta y Nicanor Parra, Pablo Neruda, Enrique Lihn y Julio Cortázar; y la segunda, un Larraín místico, oscuro, apartado, extraño sujeto dividido que agacha la cabeza sólo frente al poder del águila, no como súbdito sino como soberano.
Y sin embargo, su sobrina, María José, una semióloga y escritora trasandina radicada en Buenos Aires desde hace más de 20 años, se sorprende cuando el cronista pregunta por el fotógrafo. “El tío Queco, un personaje”, dice. Dos o tres días atrás encontró entre sus cosas los libritos artesanales que ese mismo hombre escribía a mano con letra clara, cosía personalmente y enviaba a ciertas personas que, suponía, sabrían entender qué búsqueda lo expulsó del mundo, de los autorretratos y de su propia familia, a quien le costó entender -si es que entendió- cómo ese autodidacta que formaba parte de la agencia más importante del globo, decidió abandonar ese mundo, volver a su país, conectarse con los desamparados de la prosperidad y finalmente, internarse en el desierto a la manera de un eremita, dando por tierra con los fastos, el prestigio y el buen nombre y honor de sus ancestros, de su padre en particular, el arquitecto Sergio Larraín García Moreno, que a los 18 años había emigrado a Europa a estudiar con Le Corbusier, como otro de sus íntimos, Roberto Matta.
Larraín padre y Matta eran los amigos sudamericanos de Pablo Picasso y André Breton. Larraín hijo parecía tener las cartas marcadas. Pero las cosas tomaron otro rumbo. A la vuelta de su primer viaje a los Estados Unidos, muy joven, cuando se suponía iba a estudiar ingeniería forestal, descubrió la fotografía. En Santiago, se dedicó a las instantáneas que con precisión quirúrgica, retrataron la miseria a la orilla del Mapocho. Así las cosas, volvió a intentar estudios formales en Berkeley, California. Y fracasar en el intento. Pero fracasar es un decir. Porque entonces conoce a Claudio Naranjo, un psiquiatra, compatriota suyo: toman LSD, mescalina, amplían su percepción, y frecuentan a Oscar Ichazo, un boliviano, iniciado en las técnicas sufíes en las montañas de Afganistán por los herederos que supieron introducir en ese saber a Georges Ivanovitch Gurdjieff. Faltaba un tiempo, pero las cartas ya no estaban marcadas.
Bárbara, madre de María José y hermana menor de Sergio –que falleció a los 81 años- accedió a conversar con Ñ digital, con la condición de honrar su memoria y respetar su elección (contra la inflación del espectáculo periodístico). La señora fue una de las pocas invitadas por los pobladores de Ovalle a la ceremonia fúnebre de su hermano.
“Quiero decir que la muerte de Queco me ha hecho rastrillar mi vida desde la juventud, en que fuimos muy cercanos. Anoche estuve releyendo las cartas de sus 19 años, cuando intentaba entrar en la ingeniería forestal, solitario siempre, introspectivo. Y me llamó la atención que me contara que se había comprado su primera Leica en cuotas mientras trabajaba part-time en una sandwichería en Berkeley. De esa época, puedo decir con certeza que era alguien bastante fuera de lugar entre los yanquis. Queco era muy reservado. Quienes están a cargo de seguir con la escuela que dejó andando en el pueblo donde vivió estos últimos años (Larraín vivió muchos años al norte, en el desierto, a kilómetros de Arica), piden respeto por su silencio, ese que buscó yéndose a vivir a esos parajes secos y lejanos hace más de 40 años. Hablando hoy con quien quedó a cargo de la escuela, pide no preocuparse tanto de los detalles de su vida (de Larraín) sino de interiorizarse en su legado: un sinnúmero de pequeños libros artesanales de su puño y letra que andan por todas partes y uno último, que acaba de salir y no conozco”.
“Queco era tan especial y difícil de definir que todo lo que podamos decir de él va a ser superficial. La última vez que lo vi, dos semanas antes de su muerte, dijo que esperaba que el periodismo no se colgara de los avatares de su vida, sino que recibiera y difundiera lo que había intentado dejar: un mensaje urgente; una denuncia descarnada del mundo que estamos viviendo”.
Su hermana cuenta que después de su estadía en los Estados Unidos, que “duró cerca de dos años durante los cuales miró y fotografió antes que estudiar, volvió, cuando falleció en un accidente nuestro hermano menor. Eso lo conmovió y desestabilizó. De golpe, era el primogénito. Pero ya era otro. Ya era otro cuando llegó a Valparaíso en aquel barco, rapado, sin cejas, silencioso. Nos fuimos a Europa en 1951 –Sergio tenía 20 años. Ese viaje definió su personalidad. Porque siempre fue alguien extremadamente religioso. ‘Lo único que he hecho en mi vida es buscar a Dios’, me dijo a mediados de noviembre pasado cuando fui a verlo a Ovalle, después de no verlo por muchos años. Estaba viejo, desastrado, zaparrastroso, enfermo, barbudo pero feliz en medio de su jardín interior, donde los cardenales –los geranios- habían trepado a gusto por los matorrales y árboles. ‘Este es el paraíso, el presente es la eternidad’, repetía. No fue jamás al médico, ni al hospital, ni se hizo exámenes. Amén: morirse ‘adorando a Dios’”, dice su hermana. Y agrega: ‘Lo más importante en su vida fue la búsqueda de la trascendencia’”.
En medio de ese crepúsculo, el tráfago: a la salida de Notre-Dame, en París, saca una foto que revelada, descubre un rostro o un espectro, que inspira a Cortázar “Las babas del diablo”, y a Antonioni “Blow Up”. Fotógrafo estrella, en sus placas casi no hay personas: paisajes, bandadas de pájaros, objetos, piedras. Eso le costó discusiones con Neruda en Isla Negra. El vate quería fotos de la casa, de su esposa y suyas en la casa. Larraín fotografiaba las piedras que arrastraba el mar, los fondos de la casa. Al borde de la ruptura, arreglaron un libro, híbrido inhallable que al autor de “Residencia en la Tierra” jamás convenció.
“Si primero fue un cristiano ferviente –continúa su hermana- que encontraba paz en las iglesias católicas y la eucaristía, al punto de pensar en el sacerdocio, después, de regreso a Santiago, buscó con Naranjo alcanzar ‘niveles más altos de conciencia’” (el psiquiatra perdió en un accidente de auto a su esposa y su hijo; Ichazo lo mandó al desierto durante cuarenta días; según su testimonio, ese retiro lo salvó de las fauces de la depresión clínica). “Ese fue un tiempo de andar a pata pelada, vivir aislado en La Reina, encuentros con pares, entre ellos Violeta Parra. Un vagabundo en búsqueda de la verdad. Posteriormente otra vez Europa, Estados Unidos, Mágnum, etcétera”.
Bárbara no conoce mucho de drogas. Sabe que Naranjo difundió ciertas orgías alucinógenas donde nunca estaba ausente Carlos Castaneda. Pero Naranjo se ha convertido en un entrepeneur del supermercado espiritual contemporáneo. Naranjo está hoy más cerca de Alejandro Jodorowski que de Ichazo, Gurdjieff o el autor de “Las enseñanzas de Don Juan”.
“Yo no sé mucho de sus intentos místicos con LSD y mescalina, porque para nosotros (para su familia, Sergio) ya era un extraño. Nos reencontramos haciendo trabajo espiritual en Arica, en la escuela que fundó Oscar Ichazo. Sergio volvía del desierto- En ese tiempo -la época de Salvador Allende- hicimos con su grupo (el de Ichazo) trabajo de escuela, todos los días, durante uno o dos meses. También con mi padre que nunca dejó de acompañarlo, intentó que se analizara. Y desistió”.
Según su hermana, Larraín hijo llevó “una vida de búsqueda alternativa, audaz, cruel, que culminó en estos 40 años en Tulahuén y Ovalle, retraído completamente, sin aceptar fotos, entrevistas, nada de parafernalia mediática. Sus lecturas: los sufíes, Idries Shah, Patanjali, San Juan de la Cruz, Lao Tsé, Buda. Machado, mucho Shakespeare. Esto que se ha desatado ahora no corresponde con su búsqueda ni su deseo. ‘Respeten su silencio’, dicen sus modestísimos discípulos nortinos, ‘lean sus libritos’. Eso es lo que ‘don Sergio deseaba’. De Ichazo tomó distancia cuando lo vio no hace demasiado en los Estados Unidos: convertido exactamente en lo contrario de lo que lo había escuchado predicar: egocéntrico, megalómano, vividor. Según me contó hace poco uno de sus seguidores de Ovalle, habían discutido. Sergio le había dicho ‘¡Qué te pasó, guatón!’ Y nunca más. Respetó su escuela, pero no al maestro: ‘Es un gran maestro pero una mala persona’, dicen que dijo”.
“En cuanto a Mágnum, consideró que (la agencia) se había comercializado. Intentó retirar su trabajo, no lo consiguió. Sus fotos eran para él un espejo de su búsqueda, de su mirada interior, y un legado para quienes quisieran descubrir a través de ellas la inconmensurable belleza y también la depredación, fruto de la voracidad humana”.
Sobre Oscar Ichazo. “Su trabajo en Arica fue en los 70, principios de los 80. Dejó algo estructurado. Pero ni yo ni mi esposo seguimos en contacto. Pero resultó un trabajo digno de destacar, muy duro, implacable, desestabilizador para muchos, como lo son estas escuelas de vida que no ponen su énfasis en la diversidad y la debilidad de las personas. Sin amor y respeto, las cosas, los lazos se destruyen. Y los alucinógenos, que según Queco, lo llevaban a ‘ver la realidad’, se había distanciado hace mucho. Fue un medio usado en los comienzos. Y creo que lo desestabilizaron mentalmente, porque Sergio era una persona frágil. Y aquel fue un paso audaz que muestra el ímpetu de su búsqueda”.
“La ceremonia fúnebre resultó sencilla, sólo campesinos, lo adoraban, les enseñaba yoga, cultivaba la tierra. La gente del pueblo lo consideraba un padre, y lo amaba de todo corazón. Están decididos a seguir con la escuela. Es cierto, no creo que estuviera muy de acuerdo con esta afirmación de que se apartó del mundo, pues él diría que de lo que se apartó era del ruido para, precisamente, poder estar más cerca del mundo, para poder establecer una comunión más profunda con el universo”.
Tirita, llora de alegría. Danza entre las botellas. Canta gregoriano, igual que los monjes de Saint-Martial de Limoges. Alza las manos como los de la antigüedad bajo la mirada de dios.
A los treinta años, a los cincuenta, a los ochenta, “don Sergio” seguirá teniendo esa misma habitación. En esa habitación numerosa y única, seguirá cantando gregoriano sin parar. Llorará de alegría y de frío, escribirá a la esperanza. La habitación no es un lugar de paso, ni una imagen, es la resurrección y la vida.-
que belleza de crónica¡¡¡¡
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