martes, febrero 12, 2013

Creaciones gratis en internet: ¿abrimos o cerramos la cultura?

El Mercurio


Llega "Parásitos", el libro de Robert Levine que ha encendido la polémica en torno a la propiedad intelectual. Saludado por The New York Times como el libro "que debería cambiar el debate sobre el futuro de la cultura" -recién publicado por Ariel-, es un fulgurante manifiesto que alerta sobre el daño que el discurso de la cultura gratis causa a la industria.

DANIEL ARJONA El Mundo/Derechos exclusivos

La utopía digital de una información y una cultura libres, gratuitas e inmediatamente accesibles para todos, sufre, tras años de reinado, los primeros cuestionamientos de rigor. Hasta ahora, los críticos de la llamada cultura libre señalaban a la piratería, a la desaparición de industrias enteras y al derecho de los creadores a vivir de su trabajo. Pero su discurso no era ni tan sistemático ni tan popular ni, por supuesto, tan militante como el de quienes defendían en las redes que las ideas no deben tener dueño y que la propiedad intelectual no merece tal nombre.

El gurú informático Jaron Lanier disparó la primera salva en "Contra el rebaño digital" (Debate, 2011), aplicado a la demolición del mito de la red como mente colectiva y a la denuncia de esa paradójica pendiente por la que fluyen ríos de dinero a la publicidad al tiempo que se agostan la música, el arte o el periodismo. Pero la más completa argumentación en favor de la propiedad de las ideas, investida con los belicosos ropajes del manifiesto innegociable, la ha firmado el periodista estadounidense Robert Levine. ¿Su título? "Parásitos. Cómo los oportunistas digitales están destruyendo el negocio de la cultura" (Ariel, 2013). El libro ha roto las costuras del debate en EE.UU. Levine no solo practica la disección genealógica de la cultura de lo gratis que se ha enseñoreado en internet en la última década sino que desnuda los intereses de los grandes gigantes digitales, paladines nada desinteresados de la libre circulación de las ideas. Google, Apple y otros capitanes de Silicon Valley habrían ejercido todo su poder para devaluar los derechos de autor.

"¿Cómo puede una empresa competir con un rival que ofrece sus productos pero no corre con ninguno de los gastos? Parasitar se ha convertido en un camino a la riqueza". El cuadro que dibuja Levine a partir de aquí es puntilloso, enumerativo y desacralizador. El autor advierte que no es ningún ludita y que sabe que es una tontería afirmar que prestar un DVD a un amigo sea una falta moral, pero le parece aún más ridículo "sugerir que existe un derecho inalienable a ver Iron Man 2".

Mientras las empresas tradicionales de contenidos veían desplomarse su valor, nuevos negocios florecían. La mítica NBC, famosa por series como Miami Vice, Cheers, Friends o Héroes; el grupo Emi, propietario de las grabaciones clásicas de los Beatles o Frank Sinatra; El Washington Post, referencia del periodismo norteamericano que alumbró el Watergate... Todas sufrían recortes y despidos generalizados y tentaban la quiebra. Mucho mejor les iban las cosas a The Pirate Bay, al iTunes de Apple o al Huffington Post.
Sin cambios desde Napster

El parásito infectó en primer lugar, explica Levine, a la industria musical. Cuando Napster abrió en 1999 la veda al intercambio de archivos musicales podía pensarse en la transitoriedad de una situación que, a su debido tiempo, beneficiaría el contacto directo entre los músicos y unos fans encantados de pagar por su trabajo. Diez años más tarde, apenas ha cambiado nada. Star-ups , como Grooveshark y Hotfile, siguen permitiendo el intercambio ilegal de contenidos y logran con ello beneficios. Y, se pregunta Levine: "¿quién quiere poner en marcha un negocio de música legítimo cuando es más fácil iniciar uno ilegal?". iTunes, el único negocio que ha ganado dinero vendiendo música legal en la red, habría propiciado a cambio, en el paso del álbum al single, una ruinosa desvalorización de la música, simple gancho de su verdadero negocio: la venta de carísimos gadgets .

Paradigma de la bondad al facilitar unas posibilidades insospechadas de acceso al conocimiento (su oficioso lema es "Don't be evil" , "No hagas el mal"), Google es para Levine uno de los grandes villanos de esta historia. No sólo es que en su YouTube corran series, filmes y otros contenidos protegidos al amparo de una ley de EE.UU. que le exime de problemas legales responsabilizando solo a los usuarios que suben los contenidos. Es que el buscador en cuanto tal abre a sus usuarios una jugosísima oferta de contenidos de terceros. Google se erigió además en el primer mecenas de la cultura libre. Según se relata en el libro, en 2006 donó dos millones de dólares al Stanford Center for Internet and Society y entre 2008 y 2009 otros dos millones a Creative Commons. Y es que "los derechos de autor pueden cruzarse en el camino de Google hacia su objetivo: 'organizar la información mundial y hacerla universalmente accesible y útil', ya que permite a los creadores limitar el acceso a su trabajo, aunque sea por el simple hecho de cobrarlo".
Tras arrancar con el caso paradigmático de la industria musical y orear las vergüenzas de Google, Levine dirige por orden su proclama a periódicos, series televisivas, libros y películas. Todos ellos entre la espada y la pared de una feroz disyuntiva: poner sus contenidos "disponibles online , en cualquier momento, en cualquier formato, sin coste adicional, lo que podría no ser un gran negocio", o idear una manera de cobrarlos a su precio.

Cantos de sirena

La prensa vale como perfecto ejemplo de las indecisiones y sufrimientos que ocasionan los cantos de sirena. The Guardian, el segundo medio en inglés más leído de la red, el primero que se rindió a sus encantos y, además, uno de los que siguen resistiéndose a cobrar sus contenidos digitales, pierde 100.000 libras al día. En EE.UU., escribe Levine, los periódicos, que publican el 99% de las noticias enlazadas en blogs, nunca han sido más populares ni menos rentables. Su hiperactividad online no genera ingresos. "Parásitos" recuerda que los diarios no vivían tanto de vender noticias como de segmentar audiencias para sus anunciantes. La publicidad se pagaba bien en papel donde el espacio era limitado pero no en la red, donde es ilimitado. Así, "lo más estúpido que podían hacer los periódicos era convencer a sus lectores de que abandonasen la edición impresa en favor de la online". La solución para este dramático brete pasaría por cobrar por la información en todos sus formatos.

La prensa peligra pero también el cine o Mad Men, dice Levine. La aclamada serie, y ya de paso, la televisión au complet , podrían reventar en cuanto las descargas y los streamings , ilegales o no, ojo, hallen un atajo del ordenador a la tele, esto es, en cuanto los televisores acaben todos por conectarse a la red. Repite Levine: "La mayoría de la publicidad online vale sólo una fracción de su equivalente offline ". Algunos pagarán por Netflix pero nunca los suficientes mientras la alternativa ilegal siga a solo un clic. Concluye Levine: "En 2010, los ejecutivos de la tecnología empezaron a decir que cualquiera que quisiera limitar la piratería estaba tratando de 'romper internet'. Pero la verdad es que ya se está rompiendo. Ahora, y tal vez no por mucho tiempo, tenemos la oportunidad de arreglarlo".

 "Parásitos", de Robert Levine

"Ningún hombre, a menos que sea un zoquete, escribe como no sea para ganar dinero", declaró Samuel Johnson. A medida que internet va destruyendo el modelo empresarial en el que se han apoyado históricamente el periodismo, el cine, la música y la televisión, la opinión generalizada en Silicon Valley es que Johnson estaba equivocado. "La información quiere ser libre, porque el coste de difundirla es cada vez menor", han insistido los activistas tecnológicos, citando al pensador tecnológico Stewart Brand. (De hecho, Brand dijo en el mismo discurso de 1984 que, por otra parte, "la información quiere ser cara, porque es muy valiosa"). Según la opinión mundial, encarnada en Google y Facebook y muchas de las mejores mentes del mundo jurídico y de la comunidad del interés público, el negocio de la cultura se está hundiendo porque los ejecutivos de los medios de comunicación de la vieja escuela que dirigen Hollywood, la televisión por cable, las compañías discográficas y los periódicos, no han conseguido adaptarse a las expectativas de una nueva y exigente generación de consumidores de medios de comunicación que quieren películas, música, noticias y libros gratis allá donde se conecten.

En "Parásitos", un libro que debería cambiar el debate sobre el futuro de la cultura, Levine sostiene que Samuel Johnson tenía razón , y que son las empresas de Silicon Valley, que actúan movidas por su propio interés, las que están equivocadas. "El verdadero conflicto en internet", escribe Levine, "se produce entre las empresas de medios de comunicación que financian una gran parte del entretenimiento que leemos, vemos y oímos, y las empresas tecnológicas que quieren distribuir su contenido, legalmente o de otra manera". Al ofrecer un contenido por el que no pagan, o al vender un contenido muy por debajo del precio que cuesta crearlo, afirma Levine, los distribuidores de información y de entretenimiento como YouTube y The Huffington Post se convierten en "parásitos" de las empresas de medios de comunicación que invierten sustanciosas sumas en periodistas, músicos y actores; los distribuidores empujan a la baja los precios de una manera que absorbe la savia de los que crean y financian los mejores logros de nuestra cultura. El resultado es "una versión digital del capitalismo", en la que los distribuidores parasitarios se llevan todos los beneficios económicos de internet, reduciendo los precios, y los proveedores de cultura se ven obligados a recortar los costes. Esta dinámica, afirma Levine, destruye el incentivo económico para crear la clase de películas, de televisión, de música y de periodismo que los consumidores exigen, y por los que, en realidad, están dispuestos a pagar.

La historia de Levine empieza como una lucha por los derechos de autor. Entrevista a Bruce Lehman, un ex alto cargo de Clinton que defendió las políticas que desembocaron en la Ley de Derechos de Autor Digitales del Milenio. Lehman asegura que se suponía que la ley de 1998 equilibraría los intereses de las empresas tecnológicas y los de los artistas y los medios de comunicación. Ahora se lamenta de que haya tenido una consecuencia indeseada al enriquecer a las empresas tecnológicas y acabar con los artistas y las empresas de medios de comunicación.

Levine no es un ideólogo que esté a favor de los derechos de autor: reconoce que existen muchas buenas razones para reformarlos, incluido el hecho de que los plazos de los derechos de autor son demasiado largos y de que las sanciones financieras por su incumplimiento pueden ser demasiado elevadas. Pero afirma que el problema más importante hoy en día con los derechos de autor es que sus protecciones se han vuelto irreales en una época en la que las películas y la música, producidas tanto por artistas independientes como por los grandes estudios, están disponibles en sitios piratas incluso antes de que estrenen. Como es difícil hacer que se cumplan las leyes sobre los derechos de autor, los medios de comunicación tienen poco margen cuando negocian las condiciones financieras con los distribuidores. Y por eso, se ven casi obligadas a regalar su material. Eso es lo que ocurrió en el sector musical que, asustado por la proliferación de archivos compartidos pirateados en Napster, cerró un mal acuerdo con iTunes que permitió a Apple sustituir la venta de álbumes de 15 dólares por canciones de 99 centavos. "Incluso si siguen aumentando", escribe Levine, "esas ventas de canciones a 99 centavos no llegarán a compensar ni de lejos el correspondiente descenso en las ventas de CD". A pesar del aumento del público en internet, las ventas de música grabada en Estados Unidos tenían un valor de 6.300 millones de dólares en 2009, menos de la mitad del valor que tenía una década antes.

Las empresas culturales más prósperas, afirma Levine, se han opuesto a las panaceas de las ansias de libertad de la información y, por el contrario, han insistido en la antigua estrategia de vender algo por más de lo que han pagado por ello. Señala que The Wall Street Journal, The Financial Times y The New York Times cobran por el contenido, y que a algunos les ha parecido que el aumento de los ingresos procedentes de las suscripciones completas ha compensado con creces el descenso del número de lectores digitales. Asimismo, los mejores programas de televisión, como Mad Men, son producidos por canales de cable como AMC, que impiden que Hulu, una plataforma propiedad de las cadenas de televisión para distribuir televisión por internet, tenga acceso a su contenido.

Además de analizar "cómo los parásitos digitales están destruyendo el negocio de la cultura", Levine proporciona una visión de "cómo el negocio de la cultura puede contraatacar". Su modelo es Europa, que tiene una larga historia de apoyo al mundo de la cultura y que, adoptando una actitud más combativa contra la piratería, está tratando de ayudar a prosperar a las distribuidoras legales. Con este manifiesto bien documentado y elegantemente escrito, Levine se ha convertido en una de las principales voces de uno de los bandos del debate más acalorado y reñido sobre la ley y la tecnología. Naturalmente, el otro bando tiene sólidos argumentos. Aún no está claro lo eficaz que será una aplicación más enérgica de los derechos de autor a la hora de impedir la piratería. (Los detractores de los derechos de autor aseguran que si 40 millones de personas se niegan a obedecer una ley, la ley carece de importancia; Levine responde que se imponen 40 millones de multas al año por exceso de velocidad, y nadie afirma que las leyes de tráfico carecen de importancia).

Queda por ver hasta qué punto se convencerá a los consumidores de que tienen que pagar por el contenido . Pero con independencia de cuál sea nuestra postura en las guerras del negocio de la cultura, cuesta oponerse a la conclusión de Levine de que el statu quo es mucho mejor para las empresas tecnológicas y los distribuidores que para los creadores y los productores culturales. Puede que ese statu quo beneficie a los consumidores a corto plazo, pero si continúa, sostiene Levine, internet se convertirá cada vez más en u desierto artístico dominado por aficionados; un mundo en el que la música, la televisión y el periodismo son prácticamente gratuitos, y en el que todos obtenemos lo que pagamos.

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