sábado, noviembre 25, 2023

El testigo de Joan Jara

 


El Mercurio


Héctor Herrera es el hombre que evitó que Víctor Jara fuera un detenido desaparecido más: junto a su mujer, Joan Jara, lograron sacarlo de la morgue y enterrarlo en el Cementerio General. Hace unos días él volvió a ir a ese lugar, esta vez a dejar a la esposa del cantautor. “Fue el cierre de un ciclo”, dice hoy a los 73 años, mientras recuerda su historia con ella y también sus últimos dolores, esos que lo llevaron a decir que se quedará viviendo hasta su muerte en Francia.

Por Estela Cabezas


El miércoles 15 de noviembre Héctor Herrera se paró en frente de la tumba de Víctor Jara, en el Cementerio General, y le habló en silencio. Acababan de dejar ahí, a su lado, a Joan Jara, su esposa, repitiendo el mismo ritual que Herrera y ella habían hecho 50 años antes, cuando pudieron sacar de manera clandestina el cuerpo de Víctor Jara de la morgue y lograron darle sepultura, evitando así que se transformara en un detenido desaparecido más.


—Le dije que por fin iban a estar juntos y que así como lo había dejado a él ahí, ahora venía a dejarla a ella.


Héctor Herrera, quien hoy tiene 73 años, está jubilado y vino de visita a Chile a cerrar varios temas personales, no pensó que esta vez también cerraría esta historia que lo ha acompañado toda su vida y a la que se enfrentó por casualidad días después del Golpe, cuando solo tenía 23 años y era un trabajador más del Registro Civil. Cuenta que el sábado 15 de septiembre de 1973 fue a trabajar porque así se lo habían pedido y que ese día fue elegido por un uniformado, junto a otros compañeros, para una tarea especial y terrible: identificar a los cientos de muertos que había en la morgue. Entre la pila de cadáveres, un compañero, al que le decían Kiko, encontró el cuerpo de Víctor Jara lleno de heridas de bala y con el cuerpo y cara completamente golpeados. Ahí, el joven Herrera inició una carrera contra el tiempo para chequear su identidad y darle así aviso a su viuda, la bailarina británica Joan Turner. Juntos lo enterraron de manera clandestina, saltando todas las barreras de seguridad que tenían en ese lugar los militares, el 18 de septiembre de 1973. En el Cementerio General solo estuvieron ella, él, Héctor Ibaceta —un amigo de la pareja que financió el cajón y la tumba—, y los dos funcionarios del cementerio, como testigos.


La travesía que ambos vivieron está contada en detalle en 5 minutos. La vida eterna de Víctor Jara, una biografía novelada que fue escrita por el periodista Freddy Stock.


—No he leído aún el libro, pero sé que está escrito con el corazón y desde la emoción de lo que vivimos Joan y yo. Quiero leerlo tranquilo y terminar de cerrar así esta historia —dice.


De alguna manera, el que él haya hecho su vida en Francia se debe a ese evento: tras dejar a Víctor en el cementerio y volver a su trabajo en el Registro Civil, lo tomaron detenido cuatro veces, sin decirle bien por qué. Él y su familia siempre tuvieron miedo de que se enteraran de su rol en el entierro del cantante, por lo que tres años después emigró a Francia, junto a una familia francesa con la que había trabajado en Chile. Tras dejarlos, hizo un curso de cocina y se empleó en un restaurante, donde trabajó varios años. Ahí juntó dinero y en 1985 instaló su propio restaurante en Milhaud.


—Hice mi vida y fui muy feliz —dice.


Tras salir del cementerio, Joan Jara dejó a Héctor Herrera en la puerta de su casa, en el sector de Vivaceta, en la comuna de Independencia. Al despedirse prometieron no verse nunca más y no contarle a nadie lo que había sucedido. Él cumplió a rajatabla: solo su familia sabía.


Pero en 1979, cuando viajó a Berlín, supo que un primo suyo había contado más de la cuenta sobre él.


—Yo no quería contarle a nadie por temor, mis papás aún vivían en Chile y tenía la ilusión de poder volver. Pero mi primo había contado. Eso lo supe cuando fuimos a una comida donde estaban los principales exjerarcas de la Unidad Popular, exministros y exsubsecretarios. Llegué a ese salón, con esta gente que había perdido todo y a la que el dolor se les sentía y que estaban esperando que yo les contara todo lo que había pasado con Víctor. Y ahí me llevé a mi primo a un lado y le pegué un retón: “¿No sabes que yo tengo un secreto con su esposa, la Joan Jara? Porque ella piensa volver un día a Chile”.


Cuenta que varios de los que estaban allí le dijeron que las hijas de Víctor Jara tenían el derecho de saber y que su mamá (Joan Jara) habría insistido en que él dejara una relación de los hechos para un posible juicio. Así es que llegaron a un acuerdo: él iba a grabar un audio y ellos lo iban a transcribir.


—Les hice firmar un papel de honor que dijera que eso nunca se iba a publicar y que sería entregado a su esposa.


Un año después, en 1980, él vivía en París junto a su señora y recibían turistas, entre ellos varios chilenos. Un día salió con algunos a mostrarles la ciudad. Al volver, uno de los que se habían quedado le dijo: “no te puedes imaginar con quién estuve todo el día tomando tecito aquí en tu casa”.


— “¿Quién?”, le digo yo. “¡La señora de Víctor Jara!”. Y los otros “¡¿qué?!”. Ahí les dije que ella era una exprofesora mía de la universidad. Ella me había dejado la transcripción en un sobre, con el teléfono de Rayén, una bailarina que estaba casada con Willy Oddó, de Quilapayún, para que la llamara.


Ahí se juntaron a hablar por primera vez después de siete años.


—Nos fuimos a un café. La gente que nos vio ahí debe haber pensado que estábamos rompiendo, porque lloraba ella, lloraba yo. Ahí le dije que todo eso que estaba escrito ahí lo podía usar para un posible juicio. Y también le dije “esta va a ser la última vez que nos vamos a ver, porque yo para usted soy el peor recuerdo”, todo esto llorando los dos. Le dije: “no voy a olvidar lo que pasó en Chile, pero yo quiero vivir”.


Héctor se queda en silencio un momento y luego dice:


—Y ella lo entendió.


Ese día Joan le contó un poco de su vida. Estaba en Londres y se había enterado por esa reunión en Alemania sobre quién era él: cuando pasó lo de la morgue y el entierro, nunca supo su apellido ni nada que le permitiera identificarlo.


—Me contó que ella cuidaba mucho a sus hijas, Manuela y Amanda, porque se preocupaba de no exponerlas. También le interesaba que no perdieran clases, sus rutinas, por eso no las llevaba a sus viajes. “Seguramente habrás leído que soy invitada aquí, allá, en todas partes y trato de cuidarlas mucho porque antes de salir de Chile, yo les tuve que anunciar la muerte de su padre, y el grito que dieron lo tengo aquí, y no quiero que a ellas las conozcan como las hijas de. Quiero que formen su propia personalidad”, me dijo. Yo le encontré razón, querer cuidar a esas niñas de un peso tan grande. Me contó que ya había pasado a ser “la mujer de Víctor” y que estaba bien que yo no quisiera transformarme en el tipo que enterró a Víctor.


En ese momento, dice, le preguntó si es que ella no había encontrado un compañero en todo ese tiempo.


—Me dijo que no, que después del peso de Víctor, no había forma. Me explicó que se había puesto la misión de hacer justicia, que por eso se había contactado conmigo y que era importante para ella que yo le diera la autorización para que un abogado usara mi testimonio en un juicio.


—¿Ella a esas alturas había investigado algo?

—Yo creo que sí, pero ahí me dijo, “tú eres el que más sabe”. Yo lo vi con tierra; bueno, ella también; tenía tierra apelmazada con la sangre seca, sobre todo en los pómulos, claro con los golpes de nudillos que le dieron. Y los orificios de las balas (…) Entonces ahí le dije que le entregaba todo, pero que yo no quería vivir triste, porque había visto a muchos chilenos que se juntaban entre ellos y eran el dolor mismo.


En 1987 pidió permiso para venir a Chile. Como no estaba en ninguna lista, un año después se lo dieron.


—Visité todo Santiago y fui a la tumba de Víctor un día, escondido.


Vino varias veces después, una de ellas para el funeral de su madre. Pero en 1992 fue distinto. En ese viaje, una noticia en un diario sobre la creación de la Fundación Víctor Jara le llamó la atención. Anotó el teléfono y llamó.


—La secretaria me dijo que le dejara un recado, y yo pensé: “¿qué le puedo decir para que me reconozca?”.


El recado fue: “Nos conocimos un 18 de septiembre”.


—La secretaria al teléfono me dijo, ¿entenderá la señora Joan un mensaje así? Le respondí: “mire, si no entiende la frase, no me va a llamar. Pero esté segura de que si la entiende, me va a llamar”.


Y lo hizo. Y se juntaron. Y lloraron otra vez.


Ese día Héctor Herrera y su pareja decidieron que cuando volvieran a Francia iban a desarrollar distintos eventos para juntar dinero para dársela a la naciente fundación. Así sucedió durante 33 años, hasta que él se jubiló.


Esa vez , Joan le contó que se estaba armando el juicio contra los asesinos de Víctor Jara y le preguntó si estaba dispuesto a romper su secreto para ser interrogado por la PDI como testigo y así conseguir una cita con el juez del caso.


—Le dije que sí y vinieron casi inmediatamente tres jóvenes de la PDI. Ahí me di cuenta de que yo tenía una memoria increíble, que había dejado guardado eso y que estaba abriendo un cajoncito y ahí estaba todo. Luego hablé con el juez, y me dijo que yo era el único testigo que tenía que había visto todos los balazos que tenía el cuerpo de Víctor Jara, así como los golpes. Con su testimonio se echaron abajo varios otros que se habían dado, entre ellos una autopsia falsa que estaba fechada el 22 de septiembre.


En agosto pasado, la Segunda Sala de la Corte Suprema confirmó la sentencia definitiva por los crímenes de Jara y del exdirector de prisiones Littré Quiroga, quien también fue asesinado en el Estadio Chile. Seis de los condenados fueron sentenciados como autores de secuestro y homicidio calificado en ambos casos. El 28 de noviembre, Pedro Pablo Barrientos, también acusado del crimen de Víctor Jara, será extraditado desde Estados Unidos a Chile para enfrentar a la justicia.


Desde ese año 1992, Joan Jara y Héctor Herrera se mantuvieron permanentemente en contacto. Él venía una vez al año junto a su esposa a Chile y siempre pasaban a dejar el dinero para la Fundación. Ahí tenían conversaciones.


—Un día Joan Jara me dijo “mira, estar casada con un hombre como Víctor, tan completo, es casi imposible… yo aquí en Chile me he transformado… yo sin quererlo aquí he perdido hasta mi apellido. A mí me llaman Joan o me dicen Joan Jara. Yo me llamo Joan Turner, pero eso ya lo perdí.


—¿Usted cree que eso le pesaba?

—No, al contrario. Era como una misión, me dijo que ella donde podía hablaba de los detenidos desaparecidos, no solamente de Víctor. Bueno, y entonces ese día me dice “mira”, mostrándome una foto del Víctor, “él con esta historia salió ganando”. Y yo le dije “¿pero cómo salió ganando si lo mataron?”. Y Joan me dijo “sí, claro, eso es lo horroroso, pero mira: “nosotros estamos aquí con el pelo blanco, con arrugas y él quedó joven, jovencito”.


En 1995, cuando Herrera vino a Chile, no pudo ver a Joan, recuerda. Ella estaba escribiendo su libro Un canto truncado. Se juntó entonces con Manuela y Amanda, para entregarles el dinero para la fundación.


—Ahí pasó que la Manuela y la Amanda me dijeron: “Héctor, mira, ya que estamos aquí tú podrías contarnos lo que pasó ese día con mi papá. Es doloroso, tenemos recuerdos de muy chicas, cuando mi mamá nos avisó, pero después ella no nos dijo más. Ella nos cuidaba mucho, no nos dejaba ir a las manifestaciones, no quería que pasáramos a ser las hijas de Víctor Jara, y escuchar horrores y los discursos y solidaridad. Nos protegió. Y cuando estábamos un poco más grandes, las dos nos pusimos de acuerdo y le pedimos que nos contara cómo encontró al papá. Y ella nos dijo ‘ustedes son muy jovencitas, yo tengo el deber de cuidarlas, un día les voy a contar cuando estén más grandes'. Pero nunca pasó, siempre tuvo una excusa”.


Él sintió que no podía hacer otra cosa, por lo que solo les pidió que fueran fuertes.


—A los cinco minutos, lloraban como magdalenas, porque era su padre. Fue con mucho detalle, muy fuerte. Fue la primera vez que supieron todo. La Manuela se acordaba un poco de este joven que apareció y que después las mandamos con la Quena al segundo piso, pero no sabía lo que habíamos conversado, la relación con su madre, todo eso. Estaba muy impresionada; en mis manos lloró no sé cuánto tiempo.


—¿Cuándo fue la última vez que vio a Joan Jara?

—Así de estar solos, el 2014. Le anunciamos que el 2015 yo me jubilaba, vendía el local y no íbamos a tener nunca más la plata para dar a la fundación. Entendió perfecto, estaba contenta, me dijo “cómo se pasaron los años”. El 2016 vinimos porque la Presidenta Bachelet le iba a entregar un premio y nos dijo que quería que estuviéramos. Éramos los únicos fuera de la familia y de la Fundación; bueno, también estaba Ángel Parra. Después nos llamó para invitarnos a un concierto en el Teatro de la Universidad de Chile. Ahí ya estaba quedando ciega. Pidió que nos sacaran una foto a Héctor Ibaceta, a ella y a mí. Así es que ahí posamos los mismos que enterramos a Víctor. Habían pasado ya cuarenta y tantos años.


Héctor Herrera viajó a Chile con Beatrice Dumond, su mujer, en diciembre de 2019. Venían a vivir por seis meses. Se habían comprado un departamento y ahí estaban cuando comenzó el covid. Ambos se encerraron, pero enfermaron igual y en junio de 2020 su mujer falleció.


Finalmente él pudo volver a Francia, con las cenizas de su mujer a fines de agosto.


—Perdí como 12 kilos con el coronavirus y con la muerte de mi mujer, llegué allá muy mal y anímicamente peor. Me encerré un mes más. Y un día me estaba muriendo, eso sentía, y pasó que ese día decidí vivir. Fui al peluquero y al médico y me mandaron a caminar para recuperar masa muscular.


Y comenzó a caminar en un bosque que está cerca de su pueblo, que se llama Garrige y que queda frente a Milhaud, en el departamento de Gard, en la región de Occitania.


—Y caminé y caminé y descubrí que en la naturaleza podía dejar todo mi dolor.


Ahí, cuenta, comenzó a ver que había mucho plástico, cosas de comida chatarra que dejaban tiradas los jóvenes y empezó a recogerlas, siempre a modo de ejercicio. Se ponía un palo en la espalda, armaba dos bolsas y colgaba una a cada lado. Llegó a recoger 1.070 botellas en un radio de cinco kilómetros.


Lo que estaba haciendo trascendió a los medios: un día llegó una periodista al lugar y contó su historia en los medios locales, luego salió en la prensa nacional. Al poco tiempo se le unieron muchas personas que solían caminar, grupos de mujeres en su mayoría.


—Las autoridades se enteraron, me contactaron, me animaron para crear una asociación y me ofrecieron una subvención para seguir trabajando en eso.


La fundación se llama “La felicidad” y actualmente tiene 70 socios. Ellos se dan cita los sábados a las nueve de la mañana para salir a limpiar. Este año, además, le entregaron la medalla de la ciudad en reconocimiento a su trabajo.


—¿Por qué cree que le han sucedido todas estas cosas?

—Yo vi demasiada gente a la que le quitaron su vida y siento que en nombre de ellos tengo que hacer cosas, y lo más importante, disfrutar. Y vivir.




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