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“Carla estaba terriblemente afectada por la muerte de Roberto”, dice Carrasco, recordando el día en que fue a verla. “Cuando entré a la casa fue desolador”. En la foto, la pareja. CRISTIÁN SOTO QUIROZ |
El Mercurio
Cuando Roberto Torretti y Carla Cordua regresaron a Chile a mediados de los 90, ya como reconocidos intelectuales, Eduardo Carrasco les ofreció hacer clases en el posgrado de Filosofía de la Universidad de Chile. Así nació una amistad que se profundizó con los años. Se visitaban con frecuencia, almorzaban en el Rivoli. En 2006, Carrasco publicó un libro de conversaciones con Torretti. A un mes de la muerte de su amigo, el fundador de Quilapayún recuerda historias y complicidades compartidas.
Por Patricio de la Paz
Carla Cordua está sola en medio de una casa que se va desarmando. Quedan algunos muebles, pero las paredes —antes tapizadas de libros en sus idiomas originales, desde el griego al alemán— están desnudas. Es como una casa sin piel. Carla Cordua está ahí tratando de resistir la tristeza. Pocos días antes, el 12 de noviembre, murió Roberto Torretti, su compañero por casi siete décadas. Además de la pena, a los 96 años Carla Cordua enfrenta una mudanza. Deja el lugar donde vivieron tantos años juntos en Los Dominicos y parte a un departamento en Providencia. Un espacio más pequeño. Para una persona y ya no dos.
Eduardo Carrasco es quien recuerda esa escena ocurrida hace unas semanas. El filósofo y fundador de Quilapayún conoce bien a este matrimonio. Eran amigos, se visitaban, compartían almuerzos. Y sobre todo, conversaban. Carrasco, en 2006, publicó un libro de conversaciones con Torretti, En el cielo sólo las estrellas, que debe ser lo más cercano a una biografía del destacado filósofo de la ciencia que junto a Cordua, también respetada filósofa, recibieron en 2011 el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales. El dato de ser filósofos no es un detalle en esta historia de amistad. Constituyó el punto de encuentro de tres personas que hicieron de la filosofía una manera de ser, una forma de mirar el mundo, y no solo un oficio.
“Carla estaba terriblemente afectada por la muerte de Roberto”, dice Carrasco, recordando el día en que fue a verla. “Cuando entré a la casa fue desolador. Después de haberlos visitado tantas veces allí, en medio de anaqueles llenos de libros en el living y el comedor, ahora todo estaba vacío, porque los donaron a la Universidad Diego Portales. Y Carla ahí, sola”. Hace una pausa y dice en voz alta un mensaje para sí mismo: “Tengo que llamarla, le dije que iría a verla a su nueva casa”.
—¿Cómo conoció a Roberto Torretti?
—Supe de él cuando yo era estudiante de Filosofía en la Universidad de Chile. En ese tiempo (mediados de los 60), en la Facultad de Física y Matemáticas se creó el Centro de Estudios Humanísticos, que dirigían Roberto y Carla. Fue un fenómeno que conmovió el pequeño mundo de la filosofía en Chile, porque se empezó a construir una biblioteca muy importante, con ediciones originales de los libros más clásicos, libros que para nosotros eran las biblias de esa época, estudios kantianos, Nietzsche, Sartre. Empezó a transformarse en un lugar mítico de la filosofía. Pero en esa época no los conocí personalmente, yo estaba metido en otras cosas (Quilapayún nació en esos años).
—Aunque de referencia, ya sabía quiénes eran.
—Claro. También supe de Roberto, porque apareció su famoso libro sobre Kant, que ya en su edición era un acontecimiento. Apareció con tapa gruesa, en la Editorial Universitaria. Nadie publicaba un libro así, porque en Chile la filosofía era muy discreta. Además, explicaba la obra de Kant en forma formidable, inmediatamente se transformó en un referente. Compré el libro al igual que mis compañeros, somos tributarios de esa obra.
—¿Cuándo empieza la amistad?
—Cuando ellos regresan de Puerto Rico, a mediados de los 90. Roberto se había hecho muy conocido, porque dirigía la revista Diálogo, quizás la más importante de filosofía del continente. De Carla ya se sabía de sus trabajos sobre Sartre, sobre Hegel. Los dos tenían un gran valor. Yo era coordinador del posgrado de Filosofía en la Chile e inmediatamente les ofrecí un curso. Les pareció fantástico. Ahí empezó obviamente una relación, porque entre filósofos es muy poca la gente que hay para conversar, sobre todo gente rigurosa, con formación poderosa. Nos hicimos amigos primero con Carla.
—¿Por qué primero con ella?
—Porque Carla es mucho más cercana, abierta, y le gusta conversar mucho. Después fui a visitarlos a la casa y empezamos a encontrarnos con cierta frecuencia. Nos invitábamos a comer, a almorzar. A Roberto le gustaba mucho la cocina italiana, así que nos íbamos al Rivoli. Empezó una amistad cercana. Para mí eran verdaderas fiestas llegar a la casa de Roberto y Carla, sentarnos rodeados de libros, conversar sobre filosofía, pero también de cosas literarias, que a Carla le interesaban mucho. Hay una cosa que nos unía mucho con Roberto: el amor a Grecia.
—No es raro entre dos filósofos, pero explíquemelo.
—El amor al conocimiento de los griegos. Roberto, un verdadero genio políglota, traducía a los griegos, a Sófocles, a Tucídides, y era fantástico conversar esas cosas con él.
Eduardo Carrasco hace otra pausa. Se acuerda de algo. Lo de los griegos lo entusiasma: “Hay un concepto muy interesante de un profesor francés, Marcel Conche. Él habla de ‘llegar a ser griego'. O sea que tú, a través de la proximidad de los griegos, adquieres una manera de ver la vida, de abordar las cosas, de distanciarse de lo contingente, de mirar el mundo desde la racionalidad, con un espíritu de equilibrio. Eso compartíamos con Roberto. Ser griego nos unía, y eso que desde el punto de vista filosófico no podíamos estar en veredas más opuestas: yo he dedicado mi vida a estudiar a Nietzsche y a Heidegger, y Roberto más bien la ciencia”.
—Hizo un libro de conversaciones con Torretti, que dice los dejó aún más amigos. Lo conoció bien. ¿Cómo lo describiría?
—Roberto era un tremendo erudito. De un rigor intelectual magnífico. Además, tenía una memoria colosal. Era una enciclopedia, sabía todos los detalles, las fechas, incluso de cuestiones poco conocidas. Todas pruebas de un talento excepcional para el pensamiento.
—En el prólogo lo define como “un auténtico filósofo”.
—Creo que lo que hace un auténtico filósofo es su infinita curiosidad, era una persona abierta hacia muy diferentes aspectos de la vida. Hay un rasgo fundamental en la filosofía que es el distanciamiento, una idea nietzscheana. El distanciamiento es una condición en que tú sabes el verdadero valor de las cosas y no te la juegas por tonterías. Lo ideologizado, todos esos extremismos, sean de cualquier tono, quedan fuera. Entonces era interesante conversar con Roberto, porque cuando hablas desde el distanciamiento con otra persona que está en la misma actitud la conversación es provechosa.
—¿Él aceptó rápidamente el libro o fue un lento convencimiento?
—En principio, yo le propuse escribir un libro de conversaciones a Carla, quien se negó rotundamente. Es reacia a hablar de su vida, de sus sentimientos, de su intimidad. Entonces, me dijo: “¿Por qué no haces un libro con Roberto?”. A mí me atemorizaba con Roberto que los temas de filosofía de la ciencia me eran muy desconocidos. Pero bueno, se lo propuse a Roberto, quien lo pensó bastante. Cuando aceptó, puso una condición: que no hablaríamos ni una sola palabra de su relación con Carla.
—En todo caso, Carla sobrevuela en todo lo que Torretti habla, reflexiona y recuerda en esas conversaciones.
—Absolutamente. Podríamos decir que “brilla por su ausencia”. Es que ellos vivieron todo juntos. Fue su amor eterno, digamos.
—¿Cómo era la relación entre ellos? Fue testigo directo.
—Estaban unidos muy profundamente. Había distancia en los intereses intelectuales, eso sí. Carla era más humanista, inclinada hacia la literatura, le interesaba leer novelas. Roberto tenía afición por la música. Era un melómano; cuando no estaba leyendo, estaba escuchando música. Músicos renacentistas, Mozart, Bach. Le encantaba la ópera. Como era metódico y tenía un espíritu muy racional, le gustaba la pureza del sonido. Por eso, y como fanático de la tecnología además, escuchaba música con unos audífonos sofisticadísimos.
—¿Carla no compartía ese gusto con él?
—No. Carla es fundamentalmente literaria. Además tiene una especie de ultrasensibilidad auditiva, entonces no soporta un cierto volumen. Una vez los invité a un concierto de Quilapayún. No duraron ni cinco minutos. Carla no soportó el sonido.
—¿Era una pareja cariñosa?
—Sí, aunque discutían también. Como todas las personas que llegan a una cierta edad, que les gustan ciertas cosas que al otro no, tenían desencuentros que eran muy divertidos de presenciar. Roberto, un espíritu siempre sereno, no se inmutaba si Carla se enojaba demasiado.
—¿Conoce a Cristián, hijo del primer matrimonio de Carla y muy cercano a Torretti?
—Sí. Es un hombre muy simpático, muy agradable. Es arquitecto y vive en Noruega. Cuando se produjo la muerte de Roberto, él justo había venido a ayudar a Carla a cambiarse de casa. Como la situación de Roberto ya había llegado a un extremo, habían decidido que viviera en un asilo. Roberto llevaba como dos meses allí.
Eduardo Carrasco cuenta que los últimos años de Torretti no fueron fáciles. “La salud de Roberto se fue deteriorando, una cosa muy triste, muy terrible. Durante estos últimos meses, en que estuvo muy enfermo, Carla se dedicó cien por ciento a cuidarlo, con una devoción increíble”, comenta. Él lo vio por última vez en septiembre. Lo fue a visitar a su casa. “Me recibió en el living. Ya estaba mal”, recuerda.
“Los médicos no dieron certeramente con la enfermedad que Roberto tenía, que era una infección renal. Empezaron a buscar insistentemente un cáncer, que no estaba por ningún lado, y dejaron sin tratar lo que realmente tenía. La vida de Roberto se hizo cada vez más dolorosa, más… ¿cómo decirte?... miserable. Y él, con una lucidez total”.
—Era el cuerpo el que no lo acompañaba…
—No es que su cuerpo solamente no lo acompañara, sino que se ensañaba con él, lo humillaba.
—En el libro de conversaciones, Torretti habla de la muerte. Decía que no había pasado ni un día sin pensar en ella, pero que ya no le preocupaba. La veía como un fin, sin posterior vida eterna. “Nos morimos igual que los perros”, afirmaba.
—Los filósofos siempre han tenido una especie de serenidad frente a la muerte. Es característico de los filósofos antiguos, del helenismo tardío; muchos incluso llegaron a entender la filosofía como un aprendizaje a morir. Es una manera de ver la cosa desde un espíritu ateo, diría yo. Sin esperanza en el cielo. “En el cielo sólo las estrellas”, como dice el título del libro. Lo religioso lo piensa de otra manera, pero lo filosófico es pensarlo así.
—¿Piensa que la muerte fue para Torretti un espacio de tranquilidad?
—Creo que sí. La vida que Roberto tenía ya era insoportable.
—Entiendo que la enfermedad le complicó las cosas, pero en las conversaciones con usted él describía una serenidad que se gana en la vejez.
—La vejez trae ambas cosas. Por una parte, la serenidad de la mirada: ves las cosas de una forma mucho más lúcida que la juventud, que es más entusiasta, más partisana, más ciega. Pero, por otra parte, la vejez trae la miseria del cuerpo. Te empiezas a transformar en minusválido, te cuesta más caminar, eres más dependiente. Lamentable.
—¿Esa es su declaración de la vejez a los 82 años? Eres incluso mayor que cuando Roberto se sentó a conversar contigo para el libro…
—¡Oh, cierto! Bueno, la vejez es más depre. Yo siento tristeza. O sea, no diría que es la tristeza de estar dejando el mundo, sino de estar uno cada vez más disminuido. El final de Roberto ha sido muy aleccionador en ese sentido, es muy triste llegar a ese punto en que tienes que andar con un carrito… es una cosa muy depre. Y eso no lo puede arreglar nadie, porque el cuerpo va fallando y te arrastra a esa miseria física.
Eduardo Carrasco sigue a cargo de la dirección de Quilapayún y preparan un nuevo disco. Aún compone canciones para su ruta musical en solitario. Dejó hace unos años de ser profesor titular en el Departamento de Filosofía en la Universidad de Chile. Hoy disfruta a sus hijos y sus nietos, varios radicados en Francia, país donde él pasó sus años de exilio. Dice que con el tiempo ha ido mirando con distanciamiento el mundo, con espíritu libre. Como los griegos que tanto le gustan. Se define de izquierda, pero hace décadas que dejó de militar en el Partido Comunista. Abandonó, cuenta él, los entusiasmos ciegos que solo nublan la vista.
—En eso se parece a Torretti, que se declaraba escéptico, decía que “es hora de ponerse al margen de todo”, hablaba de vocación libertaria. ¿Era un territorio común entre ustedes?
—Absolutamente. Volvemos a lo de siempre: ser griegos. Cuando tú eliges la filosofía, la eliges como forma de vida. Lo que te interesa es conocer, saber cómo son las cosas, ser capaz de mirar el mundo más allá de posturas ideológicas y morales.
—En su juventud fue militante, adscrito a ese entusiasmo que ahora descarta…
—Me despegué de eso hace mucho tiempo. Sigo siendo un hombre de izquierda, aunque me siento muy libre. No me siento un hombre de izquierda partisano, a mí me interesa conservar mi espíritu libre.
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Eduardo Carrasco sigue a cargo de la dirección de Quilapayún y preparan un nuevo disco. Aún compone canciones para su ruta musical en solitario. MACARENA PÉREZ |