martes, diciembre 26, 2000

Alerce: Las Complicaciones de Ser “la Otra” Música

 


El Mercurio

La pérdida del catálogo de Víctor Jara es el más reciente mal paso de este sello que durante los últimos años ha dejado ir nombres emblemáticos de la canción chilena, como los de Inti Illimani y Quilapayún.


Ellos mismos lo asumen: cumplir con el eslogan que los caracteriza no es fácil. Y menos en el Alerce vivió dos muestras de crisis: se quedaron sin festejar sus 25 años, porque el momento económico que viven les impidió celebrar como lo hicieron al cumplir dos décadas. Y debieron soportar la idea de que el catálogo de Víctor Jara, un nombre emblemático que les pertenecía desde los años 70, pasará -a partir de marzo- a manos del sello Warner.

"Lo que hizo la Fundación Víctor Jara, al anunciar su contrato con Warner cuando con nosotros tenían compromisos vigentes, es algo éticamente reprochable" comenta Amaro Labra, director de comunicaciones de Alerce. 

Labra reconoce sin embargo que, más allá de la forma en que se anunció, el concepto es "un buen negocio para la familia y para la internacionalización de Víctor Jara, ahora que se va a realizar su película", refiriéndose al filme que prepara la actriz Emma Thompson.

Para Carlos Fonseca, productor artístico del grupo Inti Illimani y encargado del lanzamiento de la música de Víctor Jara en Warner, no ha habido faltas a la ética sino planificación del trabajo.

"No tiene sentido que empieces a trabajar en un catálogo al día siguiente del vencimiento del con-

trato con el sello anterior. Siempre se anuncian los contratos en el momento que se firman, y eso se hace antes de que terminen con la otra parte. Alerce tiene que estar acostumbrado a eso", expresa.

Años Difíciles

El de Víctor Jara, muerto en 1973, no es -sin embargo- el único catálogo importante que ha cambiado de casa disquera, yéndose de Alerce a otro sello. Durante los últimos años, Inti Illimani, Fulano, Joe Vasconcellos, Quilapayún y Chancho en Piedra son algunos de los artistas que han preferido emigrar a sellos transnacionales.

'Molesta ver productos sistemáticamente armados para consumo, mientras tu trabajo no tiene la difusión necesaria", dijo la vocalista de Fulano Arlette Jequier, al anunciar el retiro del grupo de Alerce, en 1995.

Algo similar pasó con el grupo Chancho en Piedra, para quienes el cambio de sello en 1998 tenía un objetivo claro: "Tener un mejor equipo de producción, hacer más de nuestro arte y pensar en una pronta proyección internacional".

Fuentes del medio señalan que, en el caso de este grupo de funk, puede hablarse de un crecimiento sostenido a nivel nacional, "aunque su proyección internacional sigue pendiente". En el caso del grupo Fulano, el término de relaciones comerciales con Alerce fue el anticipo de un receso que aún no termina.

"Después de dejar Alerce hicimos un disco en forma independiente, probamos con un número de teléfono y con una página web para vender nuestras producciones. Pero al final nos dimos cuenta de que en Chile la música que hacíamos no tiene salida", aclara Jequier.

Respecto de estos casos de abandono, Carlos Fonseca aventura una explicación: "Lo que pasa es que Alerce es básicamente una distribuidora de discos". Pero, aún así, la difusión masiva que los artistas buscan y que con Alerce normalmente no obtienen, a veces acarrea malos ratos. Joe Vasconcellos declaró hace unas semanas: "El éxito no ha aportado mucho a mi música. Me sacó de mi contexto ( ... ) Le pido a la gente que me respeta y admira que me deje vivir tranquilo"

Forma de Trabajo

El éxodo de artistas, que en las casas discográficas grandes es sinónimo de crisis, para Amaro Labra de Alerce, es una forma de negocio, porque hay un punto en trabajo asumida. "Ese es nuestro negocio, porque hay un punto en que no podemos equiparar el marketing de las grandes compañías. Por ejemplo, seguimos teniendo discos de Chancho en Piedra o Los Miserables, que se venden súper bien gracias al marketing que realizan sus sellos actuales” asegura.

El asesor musical Camilo Fernández explica que sellos como Warner, al recoger estos catálogos, están relevando a Alerce de su función tradicional: “Alerce es una muestra de lo que es la vida. Ellos en su momento se la jugaron por estos artistas, pero pasa el tiempo y ahora están dándole vuelta la espalda al sello”.

Para Carlos Fonseca no se trata sólo de darle vuelta la espalda a una casa discográfica pequeña para irse a una grande. También se trata de aprovechar las posibilidades disponibles para promocionar obras chilenas vitales e históricas: "Cuando en los '70 y '80 no había posibilidades de difusión para ellos en Chile, Alerce recibió a artistas como Inti Illimani, Quilapayún e Isabel Parra, entre otros. Pero hoy ellos son parte de un repertorio que es patrimonio nacional. Si aparecen nuevas alternativas para difundir sus trabajos, hay que aprovecharlas".


Un Sello Histórico


En 1975, Ricardo Garcia decide fundar Alerce. Gran parte del material con que comenzó su sello fue heredado de Dicap, casa discográfica que hasta su término en 1973, grabó cerca de 60 producciones de artistas nacionales, entre los que figuraban Víctor Jara, Angel e Isabel Parra, Inti Illimani, Illapu y Tito Fernandez.

Antes de emprender esta empresa, García ya estaba relacionado con el mundo de la música través de las diversas radios donde trabajó y entre las cuales destaca Minería, donde condujo, a principios de los '60, el recordado espacio "Discomanía". También participó en la creación del Festival de Viña del Mar en 1959, evento que animó hasta 1967, y organizó en 1969 el primer Festival de la Nueva Canción Chilena donde resultaron triunfadores Victor Jara y Quilapayún.

Por esa relación con el ambiente musical y en especial con la nueva canción chilena, el traspaso desde el desaparecido Dicap a Alerce contó con el apoyo de los artistas involucrados, los que en su mayoría se encontraban en el exilio y sin posibilidades de que sus trabajos se editaran en Chile.

"De alguna manera tenemos la misma filosofía, que es entender la música como parte de la cultura de los pueblos", comentó Viviana Larrea, actual directora de Alerce, sobre las similitudes de Dicap con el sello que fundó su padre (García no era su apellido real).

En la actualidad, esta casa discográfica cuenta en su catálogo con cerca de 150 agrupaciones y solista que se dividen en los géneros más tradicionales de Alerce como el folclórico y el canto nuevo hasta propuestas de rock, jazz, música clásica e infantil. 

Algunos de los nombres tradicionales son los de Roberto Parra, Sol y Lluvia, Tito Fernández; Patricio Manns, Shwenke y Nilo, Ángel Parra y Margot Loyola.

En la década de los noventa vino un acercamiento con el rock con grupos como La floripondio y Los Miserables, Los Morton y más recientemente con Jorge González quien editó su último disco, "Mi destino: confesiones de una estrella del rock", en esta casa. 

Otros nombres del catálogo Alerce son Antonio Restucci, Ángel Parra Trío; Roberto Bravo, el director de orquesta Fernando Rosas, Pin Pon, Joan Báez, Silvio Rodríguez, Lucho Barrios, los cánticos de la Garra Blanca y hasta una producción de tecno.


La Nueva Vida de Víctor Jara

Cerca de nueve son los títulos de Víctor Jara que, a partir de marzo, se editarán gracias al contrato suscrito entre la Fundación Víctor Jara y el sello Warner. Además de cinco producciones originales que el cantautor grabó para el sello Dicap entre 1969 y 1973 -y que hasta ahora eran distribuidas por Alerce- se suman unas 45 obras desconocidas, entre grabaciones de estudio, recitales, cantatas y música para teatro

El contrato, que regirá hasta el año 2003, contempla la distribución mundial de estos trabajos. A partir del 3 de marzo del próximo año, fecha en que termina la relación entre Alerce y la Fundación Víctor Jara, el sello nacional tiene seis meses para vender el stock acumulado, que consiste en 19 títulos, algunos en cassete y otros en CD.

Parte de la música inédita del cantautor corresponde a la cantata "Los siete estados" (1972), coescrita con Celso Garrido Lecca, y a recitales registrados en Chile en 1968 y 1969, en Uruguay con Quilapayún y en La Habana en 1971.

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Digitalización y transcripción realizada por Víctor Tapia el 11-05-2025

domingo, junio 11, 2000

Crisis de Espacio



El Mercurio

 En los últimos años, la escasez de salas teatrales institucionalizó el uso de lugares destinados originalmente para otros fines. No se trata de una opción ética o estética, y las consecuencias de su precariedad afectan muchos de los espectáculos presentados allí.

Por Juan Andrés Piña

Hace un par de meses, la publicidad de una obra de la compañía Gran Circo Teatro recordaba al público que asistiera a las funciones en la sala Casa Amarilla provistos de una frazada y almohadón. Simultáneamente, las noches en que se exhibía "Los bufones de Shakespeare", en el Teatro del Puente, sobre el río Mapocho, había una introducción ritual de la presentadora: 'No se alarmen si el puente se mueve: es normal". Y hace pocas semanas, un crítico teatral advertía al grupo La Memoria que el montaje de "Patas de perro" sólo podía ser visto completamente por la primera fila, debido a las especiales condiciones de la sala Galpón 7.

Las anteriores son sólo algunas señales de una crisis que el teatro chileno -o al menos santiaguino- arrastra en los últimos años: la escasez de salas que ofrezcan a actores y espectadores ciertas condiciones básicas de comodidad y eficiencia. Es posible que para un público juvenil -hasta de 25 años, digamos- los espacios en que han presenciado montajes teatrales les resulten comunes y corrientes, la normalidad. Es decir, básicamente sitios con problemas acústicos, de a ratos dificultosa iluminación, excesivamente amplios o severamente estrechos, quizá en los extramuros de la ciudad y donde ellos, como espectadores, debían trepar a lo alto de precarias graderías para alcanzar unos ásperos asientos, en los cuales espaldas de unos convivían íntimamente con rodillas de otros durante la función.  Habitualmente asfixiantes en verano y gélidas en invierno, estas "salas" teatrales se han convertido en la norma más o menos usual de nuestros espectáculos, al punto de que resulta sorpresivamente grata la asistencia a un montaje en un espacio relativamente "convencional" como La Comedia, por ejemplo: butacas, eficaces dispositivos de iluminación, sonido adecuado, vista panorámica del escenario.

Marginación y no Marginalidad

Contrario a lo que pudiera pensarse, estos nuevos espacios teatrales no son necesariamente una opción estética ni menos ética: básicamente los grupos que trabajan allí simplemente carecen de alternativas y, en la mayoría de los casos, deben inventárselas o aceptar posiblemente a contrapelo lo que se les ofrece. Alternativa ética y estética fue la del Teatro Radical Norteamericano, que a comienzos de la década de 1960 renegó de los recintos tradicionales y buscó en sitios eriazos, locales abandonados, garajes y hasta en la calle, espacios donde mostrar sus propuestas. Pero aquellas exploración obedecía a un concepto mucho mayor, que incluía aspectos políticos, sociales y artísticos: un modo diverso y rupturista con el cual hacerle frente al teatro establecido u oficial.

Hace poco, en Chile también hubo algo parecido. El caso más emblemático fue el del Teatro de Fin de Siglo, que dirigía Ramón Griffero, y que a mediados de los años 80 se presentaba en el ya mítico El Trolley, un espacio marginal, alternativo y sobre todo impensado para la exhibición de una obra. Pero en aquella época, los temas de los detenidos desaparecidos o de las marginalidades políticas o sexuales impedían una representación cercana al mundo instituido: había que- a veces con mucho sacrificio-crear otro lugar. Entonces, las dificultades en la percepción de estos espectáculos eran asumidas como parte de las reglas de juego: la marginalidad se trabajaba en la marginalidad y sólo desde allí se podría acceder alguna vez a cierta legitimidad social.

Pasaron los años y marginación cedió, aun cuando no el tipo de sala. Ya no se trataba, claro, de barrios cercanos a la delincuencia y la prostitución donde estas obras se presentaban, pero igualmente persistieron las nuevas salas nacidas en lugares impensados originalmente para una representación teatral. Así, en la última década se institucionalizó y consolidó un concepto extraño, por decir lo menos, en el teatro independiente: cualquier lugar podría ser un potencial escenario. Y si era demasiado estrecho, se construyeron las famosas graderías en altura, el terror de un público adulto que paulatinamente fue dejando de asistir a estos espectáculos.

Una crisis histórica

Incluso el notable esfuerzo cultural de la Estación Mapocho, que creó varios espacios teatrales para los festivales de verano, deja ver que los recintos adaptados para tales efectos nada tenían que ver con el objeto para el cual fueron creados: mala acústica, lobreguez, precariedad en los mecanismos técnicos mínimos. Si bien es cierto en muchos casos directores y escenógrafos les han sacado partido a las condiciones específicas del espacio creado-el reciente caso del uso de las cortinas en "Patas de perro' por ejemplo, o la amplia verticalidad del Teatro del Puente- en la mayoría de ellos textos, actores y espectadores deben doblegarse frente a las condiciones del recinto. Uno de los casos más tragicómicos en los últimos años fue el montaje de "Infieles", de Marco Antonio de la Parra, en un lugar denominado El Burlitzer, en los bajos del Drugstore de avenida Providencia: la multitud de columnas que poblaban el local impedían que cualquiera tuviera acceso al espectáculo completo y los mas afortunados debían contentarse con ver la mitad del accionar escénico. Una obra para escuchar.

El tema no es nuevo: frente a la crisis de salas, a comienzos de los 40 la Sociedad de Autores Teatrales de Chile (SATCh) decidió construir una propia, el hoy llamado Teatro Carlos Cariola. Los trabajos se iniciaron en 1945 y el lugar sólo fue inaugurado en 1954. Pero a esas alturas, el concepto de sala de teatro estaba cambiando: los grandes recintos como aquél ya desaparecían, dando paso a los Teatros de Bolsillo, es decir, las salas teatrales más pequeñas fenómeno, por lo demás, universal. Por ello "el Cariola", como se le conoce, tuvo pocos años de esplendor y es un milagro que todavía subsista como tal y no se haya convertido en una bodega mas de la calle San Diego.

La invención de estos espacios postizos en los últimos años tuvo una causa: la progresiva desaparición de la mayoría de las salas teatrales que durante años y hasta finales de la década de 1970 funcionaron en Santiago. Entre ellas: Moneda, Camilo Henríquez, Petit Rex, Abril, Del Ángel, Bulnes, Cámara Negra. De este estilo sólo subsiste La Comedia. Por su parte, sólo los teatros universitarios cuentan con lugares propios (Antonio Varas y las dos salas de la Universidad Católica), los que sólo en ocasiones muy especiales son ocupados por otros grupos. Haber dejado morir aquellas salas -hoy convertidas en financieras o gimnasios- sin haber creado lugares válidamente alternativos, es parte de una tradición nacional cuyo énfasis no ha sido precisamente la cultura. Capitales mucho más pequeñas que Santiago, como Montevideo, por ejemplo, cuentan con al menos una docena de salas de diverso tamaño, confortables y adecuadas para el montaje de obras tanto tradicionales como rupturistas: allí, la posición estética o política del grupo no se mide por la precariedad del espacio- es decir, mientras mas desolador es el lugar, mas vanguardista es la puesta en escena- sino por las cualidades intrínsecas del espectáculo.

Es de esperar que la reciente creación de la sala San Ginés en el barrio Bellavista corra mejor suerte que otros interesantes lugares como la sala Nuval-inexplicablemente desaparecida- o la multisala Arena, actualmente subutilizada, ya que constituye una oferta que supera esta tradición de espacios inadecuados para una correcta representación teatral.

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Texto extraído de la edición en papel de Artes y Letras del 11 de Junio de 2000.

Trancripción: Víctor Tapia. 26 de Abril 2025.