Las cosas han cambiado un poquito”, dice Claudio Parra, y tiene razón. Basta con escanear el escenario para detectar las diferencias más sensibles. Ahí no están Gabriel Parra detrás de la batería, ni el Gato Alquinta con su guitarra colgada, ni Eduardo Parra, acariciando teclados.
“Las cosas han cambiado un poquito”, dice Claudio Parra, y a uno se le ocurre que habla de algo más que de canas, arrugas o amigos ausentes. O que, en todo caso, hablar de eso es hablar de mucho más. Porque, aunque las cosas han cambiado un poquito, hay una memoria que lastima. Pero que también sana. Y que advierte que, en su esencia, Los Jaivas no cambiaron ni un poco.
Es que el grupo chileno, que el viernes volvió a tocar en la Argentina después de once años –hubo una previa durante los festejos del Bicentenario, en el escenario montado sobre la Avenida 9 de julio-, mostró en el ND Ateneo que su propuesta estética permanece intacta. Y que, además, no envejeció.
Al contrario de algunas ideas contemporáneas a la del quinteto de los tres Parra, Alquinta y Mutis, que allá por los tempranos ‘70 intentaban darle al folclore una vuelta de tuerca rockera y que fueron perdiendo presente, el ahora sexteto sale a flote, en gran medida, merced a una obra que atesora hitos imperecederos.
Alcanza con escuchar la combinación de las tutrucas, con los teclados y la guitarra de Ankatu Alquinta, heredero del sonido que inmortalizó su papá, Eduardo, para entender que en el mundo jaiva todo está en su lugar. Y que el paso del tiempo nada puede hacer contra el poder de la poesía de Pablo Neruda atravesada por esa especie de viaje musical por las alturas andinas.
Una sensación de transportación en el espacio que se repite en Canción del sur , al que el saxo de Francisco Bosco le aporta un sonido Siglo XXI, y hasta en ese alegato con una lamentable vigencia que es Arauco tenía una pena , fruto de la musicalización de la obra poética de Violeta Parra, que es acompañado con proyecciones de los inconfundibles rostros de quienes alguna vez fueron los verdaderos dueños de estas tierras.
Pero no sólo de viajes se trata el repertorio de la banda chilena, que adoptó a la Argentina como su lugar de residencia durante los tiempos difíciles de su país de origen. Porque desde el eterno Mambo de Machaguay , desde el bello Takirari de los puertos , Los Jaivas invitan a una fiesta que se extiende a toda la platea, y que por un buen rato separa a los viejos, y los nuevos, fans de sus butacas. Mucho tiene que ver en esa reacción el sostén percusivo que brinda desde la batería Juanita Parra, otra heredera, en este caso de Gabriel, aquel que lucía su máscara detrás de los tachos que aporreaba sin descanso, mientras Carlos Cabezas se multiplica como cantante, charanguista, quenista y afines.
Mención especial para los dos históricos, Claudio, y Mario Mutis, una especie de Chris Squire de esta parte del mundo, que desde su bajo construye una muralla rítmica y melódica, al mismo tiempo que le pone su voz, impecable, a varios de los clásicos.
Hay fiesta también en el final, con coro de platea en el estribillo.
“¿Para qué vivir tan separados, si la tierra nos quiere juntar?” , cantan todos. Y entonces uno vuelve a pensar que sí, que las cosas han cambiado un poquito. Pero que otras siguen igual. Para bien. Y para mal.
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