El Mercurio
Por Juan Antonio Muñoz H.
Hace 45 años que no se programaba una ópera chilena dentro de la temporada oficial del Teatro Municipal. Eso ya basta para aplaudir la iniciativa, pues la supervivencia del género lírico pasa porque haya títulos nuevos. Pero este "Cristo de Elqui" tiene también méritos musicales y escénicos, y se levanta como un macizo espectáculo lírico-dramático, eso sí con una carga ideológica gruesa, cuestionadora de la fe religiosa, de las jerarquías eclesiásticas y de los sistemas de control.
Había expectación por este estreno: el teatro estaba lleno (aunque después del intermedio algunos se fueron) y entre el público (cosa que no ocurre casi nunca en nuestro Municipal) se encontraban la ministra de Cultura, Alejandra Pérez, y el ex Presidente Ricardo Lagos.
La obra, compuesta por Miguel Farías, consta de cuatro actos y un prólogo, en 100 minutos de música. El libreto es de Alberto Mayol, basado en las novelas "La Reina Isabel cantaba rancheras" y "El arte de la resurrección", ambas de Hernán Rivera Letelier, y en el personaje histórico y literario de Domingo Zárate Vega (1898-1971), conocido como "el Cristo de Elqui", una suerte de santón que predicaba y decía tener visiones.
La partitura de Miguel Farías a ratos recuerda a Stravinsky y a Prokofiev, y está resuelta como un continuo de tensión y distensión, con muchos pequeños clímax que van dando forma al relato y cuya estructura se equilibra a través de ciertas líneas temáticas que, una vez presentadas, se vuelven a exponer hacia el final. Hay una atractiva exploración de resonancias, timbres y ruidos, que alimentan una orquestación compleja y que remite a búsquedas de sonoridades telúricas y espaciales, entreveradas con alusiones a música de proveniencia popular, como ocurre en la escena en la que la Reina Isabel canta su ranchera.
Tal como en Britten, los interludios le sirven a Farías para dar cuenta del ambiente e incluso del clima íntimo y externo; es en ellos donde mejor queda plasmada la soledad y la inmensidad de la pampa. De modo que es ahí donde "suena" ese silencio que constituye el ambiente en que viven los seres representados.
La escritura vocal presenta mayores problemas, porque rara vez la música de las propias palabras imbrica de manera natural con las notas escritas. Así, el canto resulta artificial, e incómodo para el auditor y para los solistas. Los coros, en esto, logran un mejor resultado, tanto en los momentos de alta fuerza expresiva como en aquellos más plañideros, algunos de gran belleza.
El libreto del sociólogo y político Alberto Mayol es fragmentario y no permite que los protagonistas de la historia se explayen y tengan un desarrollo. Por el contrario, parecen seres fijos, esquemáticos, caricaturescos en el caso de los curas, que reciclan y reciclan las mismas frases sin poder salirse de ellas. En esto, el texto recuerda esos guiones teatrales chilenos de fines de los años sesenta, cargados de ideología, pero con pocas ideas. Elementales.
Lamentablemente, la dramaturgia es pobre y con escasa poesía, pero fue vitalizada por la puesta en escena de Jorge Lavelli, que se aparta por completo del naturalismo, optando por lo onírico-pesadillesco, y que observa al personaje central desde una óptica brechtiana. Tiene poco de iluminado este Cristo de Elqui; más parece ser un paria, primo hermano del Woyzeck de Büchner/Berg. El régisseur tampoco toma al pie de la letra que todo esto ocurre en la pampa nortina, de manera que el espacio es uno oscuro y profundo, abierto a cualquier interpretación.
Lavelli piensa que la Iglesia vive en un obvio "retraso moral, psicológico y sociológico con relación a la evolución de las costumbres y la evolución del hombre", y es eso lo que subraya, con imágenes de farsa desatada para el Cardenal, obispos y acólitos (hay momentos muy divertidos), y otras de gran crueldad, como la crucifixión del Cristo con los pantalones abajo, luego de la escena de amor con la prostituta Magalena.
En este mundo desprovisto diseñado por Lavelli, quien al igual que en "Jenufa" el año pasado, logra que el escenario del Municipal se vea enorme, los personajes deambulan atomizados, casi sin contacto real, unidos "comunitariamente" solo en el canto de las prostitutas ("Fornidos, secos, envueltos en sudor"), en la observación de un sorprendente baile del caño y en la expectante espera del tren que lleva a la capital al Cristo. En todos estos casos, la iluminación juega un rol crucial.
Notable la dirección musical de Pedro Pablo Prudencio al frente de la Orquesta Filarmónica de Santiago, lo mismo que la entrega musical y teatral del Coro del Municipal de Santiago (dirección de Jorge Klastornick) y de los solistas Patricio Sabaté (abatido y estremecedor como el Cristo), Evelyn Ramírez (seductora Reina Isabel), Yaritza Véliz (dulce Magalena), Paola Rodríguez (pizpireta Ambulancia), Gonzalo Araya (notable como el descompuesto Cardenal), Claudio Cerda (Obispo 1), Eleomar Cuello (Obispo 2), Rony Ancavil (Policía 1), Javier Weibel (Policía 2 y Trabajador 1), Francisco Huerta (Trabajador 2), Jaime Mondaca (Trabajador 3), Sergio Gallardo (Sacerdote) y Pedro Espinoza (Cliente). El actor Francisco Melo tuvo a su cargo el rol hablado del Poeta Mesana.
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