domingo, junio 11, 2000

Crisis de Espacio



El Mercurio

 En los últimos años, la escasez de salas teatrales institucionalizó el uso de lugares destinados originalmente para otros fines. No se trata de una opción ética o estética, y las consecuencias de su precariedad afectan muchos de los espectáculos presentados allí.

Por Juan Andrés Piña

Hace un par de meses, la publicidad de una obra de la compañía Gran Circo Teatro recordaba al público que asistiera a las funciones en la sala Casa Amarilla provistos de una frazada y almohadón. Simultáneamente, las noches en que se exhibía "Los bufones de Shakespeare", en el Teatro del Puente, sobre el río Mapocho, había una introducción ritual de la presentadora: 'No se alarmen si el puente se mueve: es normal". Y hace pocas semanas, un crítico teatral advertía al grupo La Memoria que el montaje de "Patas de perro" sólo podía ser visto completamente por la primera fila, debido a las especiales condiciones de la sala Galpón 7.

Las anteriores son sólo algunas señales de una crisis que el teatro chileno -o al menos santiaguino- arrastra en los últimos años: la escasez de salas que ofrezcan a actores y espectadores ciertas condiciones básicas de comodidad y eficiencia. Es posible que para un público juvenil -hasta de 25 años, digamos- los espacios en que han presenciado montajes teatrales les resulten comunes y corrientes, la normalidad. Es decir, básicamente sitios con problemas acústicos, de a ratos dificultosa iluminación, excesivamente amplios o severamente estrechos, quizá en los extramuros de la ciudad y donde ellos, como espectadores, debían trepar a lo alto de precarias graderías para alcanzar unos ásperos asientos, en los cuales espaldas de unos convivían íntimamente con rodillas de otros durante la función.  Habitualmente asfixiantes en verano y gélidas en invierno, estas "salas" teatrales se han convertido en la norma más o menos usual de nuestros espectáculos, al punto de que resulta sorpresivamente grata la asistencia a un montaje en un espacio relativamente "convencional" como La Comedia, por ejemplo: butacas, eficaces dispositivos de iluminación, sonido adecuado, vista panorámica del escenario.

Marginación y no Marginalidad

Contrario a lo que pudiera pensarse, estos nuevos espacios teatrales no son necesariamente una opción estética ni menos ética: básicamente los grupos que trabajan allí simplemente carecen de alternativas y, en la mayoría de los casos, deben inventárselas o aceptar posiblemente a contrapelo lo que se les ofrece. Alternativa ética y estética fue la del Teatro Radical Norteamericano, que a comienzos de la década de 1960 renegó de los recintos tradicionales y buscó en sitios eriazos, locales abandonados, garajes y hasta en la calle, espacios donde mostrar sus propuestas. Pero aquellas exploración obedecía a un concepto mucho mayor, que incluía aspectos políticos, sociales y artísticos: un modo diverso y rupturista con el cual hacerle frente al teatro establecido u oficial.

Hace poco, en Chile también hubo algo parecido. El caso más emblemático fue el del Teatro de Fin de Siglo, que dirigía Ramón Griffero, y que a mediados de los años 80 se presentaba en el ya mítico El Trolley, un espacio marginal, alternativo y sobre todo impensado para la exhibición de una obra. Pero en aquella época, los temas de los detenidos desaparecidos o de las marginalidades políticas o sexuales impedían una representación cercana al mundo instituido: había que- a veces con mucho sacrificio-crear otro lugar. Entonces, las dificultades en la percepción de estos espectáculos eran asumidas como parte de las reglas de juego: la marginalidad se trabajaba en la marginalidad y sólo desde allí se podría acceder alguna vez a cierta legitimidad social.

Pasaron los años y marginación cedió, aun cuando no el tipo de sala. Ya no se trataba, claro, de barrios cercanos a la delincuencia y la prostitución donde estas obras se presentaban, pero igualmente persistieron las nuevas salas nacidas en lugares impensados originalmente para una representación teatral. Así, en la última década se institucionalizó y consolidó un concepto extraño, por decir lo menos, en el teatro independiente: cualquier lugar podría ser un potencial escenario. Y si era demasiado estrecho, se construyeron las famosas graderías en altura, el terror de un público adulto que paulatinamente fue dejando de asistir a estos espectáculos.

Una crisis histórica

Incluso el notable esfuerzo cultural de la Estación Mapocho, que creó varios espacios teatrales para los festivales de verano, deja ver que los recintos adaptados para tales efectos nada tenían que ver con el objeto para el cual fueron creados: mala acústica, lobreguez, precariedad en los mecanismos técnicos mínimos. Si bien es cierto en muchos casos directores y escenógrafos les han sacado partido a las condiciones específicas del espacio creado-el reciente caso del uso de las cortinas en "Patas de perro' por ejemplo, o la amplia verticalidad del Teatro del Puente- en la mayoría de ellos textos, actores y espectadores deben doblegarse frente a las condiciones del recinto. Uno de los casos más tragicómicos en los últimos años fue el montaje de "Infieles", de Marco Antonio de la Parra, en un lugar denominado El Burlitzer, en los bajos del Drugstore de avenida Providencia: la multitud de columnas que poblaban el local impedían que cualquiera tuviera acceso al espectáculo completo y los mas afortunados debían contentarse con ver la mitad del accionar escénico. Una obra para escuchar.

El tema no es nuevo: frente a la crisis de salas, a comienzos de los 40 la Sociedad de Autores Teatrales de Chile (SATCh) decidió construir una propia, el hoy llamado Teatro Carlos Cariola. Los trabajos se iniciaron en 1945 y el lugar sólo fue inaugurado en 1954. Pero a esas alturas, el concepto de sala de teatro estaba cambiando: los grandes recintos como aquél ya desaparecían, dando paso a los Teatros de Bolsillo, es decir, las salas teatrales más pequeñas fenómeno, por lo demás, universal. Por ello "el Cariola", como se le conoce, tuvo pocos años de esplendor y es un milagro que todavía subsista como tal y no se haya convertido en una bodega mas de la calle San Diego.

La invención de estos espacios postizos en los últimos años tuvo una causa: la progresiva desaparición de la mayoría de las salas teatrales que durante años y hasta finales de la década de 1970 funcionaron en Santiago. Entre ellas: Moneda, Camilo Henríquez, Petit Rex, Abril, Del Ángel, Bulnes, Cámara Negra. De este estilo sólo subsiste La Comedia. Por su parte, sólo los teatros universitarios cuentan con lugares propios (Antonio Varas y las dos salas de la Universidad Católica), los que sólo en ocasiones muy especiales son ocupados por otros grupos. Haber dejado morir aquellas salas -hoy convertidas en financieras o gimnasios- sin haber creado lugares válidamente alternativos, es parte de una tradición nacional cuyo énfasis no ha sido precisamente la cultura. Capitales mucho más pequeñas que Santiago, como Montevideo, por ejemplo, cuentan con al menos una docena de salas de diverso tamaño, confortables y adecuadas para el montaje de obras tanto tradicionales como rupturistas: allí, la posición estética o política del grupo no se mide por la precariedad del espacio- es decir, mientras mas desolador es el lugar, mas vanguardista es la puesta en escena- sino por las cualidades intrínsecas del espectáculo.

Es de esperar que la reciente creación de la sala San Ginés en el barrio Bellavista corra mejor suerte que otros interesantes lugares como la sala Nuval-inexplicablemente desaparecida- o la multisala Arena, actualmente subutilizada, ya que constituye una oferta que supera esta tradición de espacios inadecuados para una correcta representación teatral.

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Texto extraído de la edición en papel de Artes y Letras del 11 de Junio de 2000.

Trancripción: Víctor Tapia. 26 de Abril 2025.