sábado, enero 02, 2021

“No le temo a la muerte, pero no quiero irme todavía”

 



El Mercurio


Después de sufrir una neumonía y superar varias crisis producto de una enfermedad respiratoria crónica, Cecilia, “La incomparable”, ha pasado la pandemia recluida en su departamento de la Villa Frei bajo el cuidado de sus cercanos. No sale. No recibe visitas. Sabe que a los 77 años y por su condición de salud, cualquier exposición al virus podría ser letal. Por lo mismo, desde su habitación, la artista e ícono pide a los más jóvenes que se preocupen de los grupos de riesgo. “Disfruten, pero no sean porfiados”, dice, con la mascarilla puesta.

Por Arturo Galarce Ilustración: Francisco Javier Olea

—Deja ponerme la mascarilla para entrar.


Yasmine Bau, amiga, manager y asistente de Cecilia, advierte que la cantante está en su pieza, tal cual como lo ha estado todo este tiempo, entre algodones, y por lo mismo, para cuidarla, para preservar su presencia, se empapa las manos en alcohol gel y se ajusta la mascarilla antes de abrir la puerta que conduce al reino de la artista en su departamento de la Villa Frei: una habitación con baño, una tele gigante, una guitarra y un balcón con vista a una plaza y a la cordillera.


Desde que comenzó la pandemia, Mireya Cecilia Pantoja Levi, nombre terrenal de Cecilia, “La incomparable”, ha permanecido bajo el cuidado de Yasmine, su amiga Claudia Sánchez y el hijo de esta, Simón. Hace cuatro años, después de un show en Antofagasta, Cecilia fue diagnosticada con una neumonía que la mantuvo dos meses internada en el hospital de esa ciudad. Y hace dos años, en 2018, debió ser trasladada desde su casa en Isla Negra hasta el Hospital Claudio Vicuña, de San Antonio, por una crisis pulmonar. Cecilia sufre de EPOC (Enfermedad pulmonar obstructiva crónica). Por lo mismo, y ante la amenaza del coronavirus, su entorno la protege: solo ha salido dos veces desde el comienzo de la pandemia, una vez al dentista y otra a la playa. No recibe visitas, y solo de vez en cuando se asoma al living para conversar del país que ve en las noticias: habla del estallido, del feminismo, del horror por los femicidios, del encierro y de la crisis sanitaria.


—El resto del tiempo toco guitarra, intento componer, escribir música —dice Cecilia, 77 años, la voz pastosa, al tomar el teléfono—. Me he descargado mucho en ello. Veo películas y eso me alivia un poco, pero no dejo de pensar en cuánta gente está sufriendo y en cuánto rato más vamos a tener este bicho de mierda.


—¿Qué es lo que más extraña del mundo prepandémico?


—La piel. La gente. Abrazar a mi público. Todo este período ha sido horrible. Yo no me casé, no tuve hijos, pero tengo al público. Por eso te digo que este es un bicho desgraciado. Me da mucha pena y extraño estar en un escenario. No solo por estar con un micrófono y cantar, sino porque extraño esa comunicación, esa transmisión de la gente hacia mi persona cuando actúo. Me hacen sentir como la “Cecilia”.


—¿Y ahora cómo se siente?


—Ahora que me haces la entrevista, como la “Cecilia”, pero cuando cortemos, como la Pantoja. La Cecilia Pantoja. Esa es jodida. Me he vuelto jodida. Porque pido una cosa, pido otra. Soy hinchapelotas. Que tráigame una perita, una guindita, un duraznito. Todos los días jodiendo acá, encerrada.


Cecilia, la adelantada


Antes de la pandemia, antes de encerrarse, Cecilia se reunía seguido con sus amigas, las cantantes Gloria Simonetti y Ginette Acevedo. Iba al banco. A la playa. Y repasaba su historia junto a la actriz Vanessa Miller, que durante los últimos siete años ha trabajado en explorar la vida de la artista para convertirla en una película o una serie. La razón más poderosa de llevar la vida de Cecilia a la pantalla, ha dicho Miller, es lo que significó para su época: una mujer de avanzada, moderna, líder de una escena artística, mientras la mayoría de las mujeres de su generación fueron relegadas a labores domésticas.


—A veces pienso que nací antes —dice Cecilia, al hablar de la producción que espera pueda concretarse una vez terminada la pandemia—. Me adelanté como diez, veinte años. Con los años he visto que así fue. Aunque también, si hubiera nacido antes, y hubiera explotado como artista en los años 50, te apuesto que habría conocido al Elvis Presley y estaría en Estados Unidos, aunque no sé si viva todavía. La vida podría haber sido demasiado agitada, demasiadas tentaciones. Mejor así, tranquilita en mi país.


—Pero su vida igual tuvo harto rock and roll.


—Mucho rock and roll —dice, lanzando una carcajada—. Pero ahora soy la abuela. Así me decían los jóvenes en la Blondie: “Abuela, te queremos, llévame a vivir contigo”. “Ustedes son mis nietos”, les decía yo.


—Distinto a las mujeres de su época, usted vivió una vida al límite y de éxito. ¿Cómo fue lidiar con las expectativas que la sociedad tenía de las mujeres en ese entonces?


—La expectativa que tenían de nosotras era que nos casáramos, que tuviéramos hijos y que viviéramos tristes el resto de nuestras vidas —dice Cecilia, con la cordillera en el horizonte—. Yo no estaba para eso. Yo me rebelé. No sé bien por qué lo hice, pero ese fue mi sentir. Y eso que andaba con mi padre al lado mío. Él fue una persona especial también. Un hombre distinto. Él me ayudó a iniciar mi carrera y nunca me exigió nada ni tampoco me dijo que no hiciera tal cosa. Nunca me dijo que no me pusiera pantalones y yo siempre me puse pantalones, y después con cremallera, aunque todos se espantaran. A mí no me importaba que me vieran como me quisieran ver. Mi padre era una persona moderna. Era maravilloso. Y yo tenía un carácter fuerte que me permitió abrirme paso.


—Le ha tocado participar del movimiento feminista, pero desde la pandemia lo ha hecho a distancia. ¿Qué le ha parecido todo?


—Maravilloso. Me encanta cómo las mujeres se han puesto los calzones para expresar su sentir, sus derechos. Eso me da mucho gusto. Para el estallido social hubo harta manifestación de mujeres y lamentablemente yo no pude levantarme para ir a apoyarlas, porque si no habría estado ahí en Plaza Italia. Igual les mandé un mensaje a las chiquillas, les mandé mi fuerza y mi apoyo.


—Hace poco se aprobó la ley que regulariza el acceso al aborto en Argentina. ¿Qué piensa usted de eso?


—Estoy completamente de acuerdo. Es un asunto netamente de la mujer, una decisión tan personal que cada una debiera tener la libertad de asumirlo.


Más tarde, Cecilia dirá que todos los días se está informando. Que mira las noticias, que se horroriza con algunas cosas y se alegra con otras. Que la política no la entiende, que no le gusta, y que cuando se aburre de tanta televisión la apaga y toma la guitarra o se sienta en el balcón a mirar cómo pasa el día. A veces uno que otro vecino la saluda y ella sueña con bajar, salir, abrazar gente, un escenario, volver a lo de antes.


—Se ha rebelado igual en este tiempo —dirá luego Yasmine Bau, su amiga y asistente—. Le tiene pánico al virus, pero hay momentos en que me dice: “Vamos, nomás, salgamos, no me va a pasar nada”. Ahí tenemos que calmarla.


Entonces, Cecilia vuelve al balcón.


Aún queda fiesta


Hace poco, Cecilia se enteró del fallecimiento del compositor mexicano Armando Manzanero, a causa del covid-19. Dice que lo conoció, que varias veces se toparon y que lamenta mucho su partida.


—Me dio mucha pena. Ya estaba en sus últimos momentos, eso sí. Tenía mucha edad. Y sabemos que el virus no perdona.


—Usted está en el grupo de riesgo, por su edad y por su condición pulmonar. ¿Cómo se enfrenta esta crisis desde esa posición?


—Con preocupación. Yo sé que este bicho sería letal en mi caso. Yo no le temo a la muerte, pero no quiero irme todavía. Siento que todavía me quedan cosas por hacer. Artísticamente, por lo menos dos últimas actuaciones. Una en mi tierra, en Tomé, y otra aquí, en el Caupolicán. También me queda pendiente otra cosa: recibir el Premio de la Música Nacional. Yo creo que me lo merezco, pues oiga. Así que tratemos de frenar la pandemia. Hay que ser disciplinados. Tener conciencia.


—La mayoría de las personas diagnosticadas de covid-19 durante el inicio de esta segunda ola han sido personas jóvenes.


—Me he enterado y pienso cómo es posible. No puede ser. Ellos son los que tienen que dar el ejemplo. Porque salen, llegan a la casa y se lo pegan a los papás, a sus abuelos. A ellos les digo: chiquillos, los amo, disfruten todo lo que puedan, pero no sean porfiados, quédense en la casa, lávense las manos, cuídense y cuiden a la familia, porque a la tercera edad todavía nos queda carrete. Qué daría yo por mandarme un carretito.


—¿Qué es lo primero que va a hacer cuando se acabe la pandemia?


—Ir a Tomé a dejarles flores a mis viejos.


—¿Se siente capaz de enfrentar esta segunda ola del virus?


—No me queda otra. Tendré que seguir aquí guardada, y le pido a la gente que también lo haga, con fuerza, con disciplina, aunque nos cueste.


Y antes de despedirse, cansada de hablar, cansada del encierro, Cecilia vuelve a recordar a Tomé, al océano agitado de su niñez.


—Hablando de olas, me acuerdo de las olas de Tomé —dice—. Eran grandes. Pero igual que esta, las podíamos pasar.


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