El Mercurio
El carácter, la inteligencia y la pasión del influyente compositor austríaco se van desplegando en 260 misivas que escribió a destinatarios muy disímiles.
Romina de la Sotta Donoso
Arnold Schoenberg (1874-1951) es uno de los músicos más importantes del siglo XX: hizo viable que el lenguaje musical siguiera desarrollándose, con su revolucionario dodecafonismo. Y ahora se puede dimensionar su honestidad intelectual y artística, la perspicacia de sus argumentos y su humor sagaz, en "Arnold Schoenberg. Cartas" (Turner, 332 páginas). El libro reúne 260 cartas seleccionadas por su ex alumno Erwin Stein. Las escribió desde los 35 años, en 1910, hasta pocas semanas antes de morir, a los 76, en 1951. En la última felicita al violinista Tibor Varga, por como interpretó su Concierto para violín: "Nunca había conocido una ejecución tan buena, en la que no hubiera colaborado yo en cada detalle (...). Querría ser más joven para producir para usted más material de esta clase".
Igualmente, cuando aplaude la versión de Artur Nikisch de su Sinfonía de Cámara, en 1941, destaca su comprensión del tejido contrapuntístico y también el "gran amor y cálido interés" que parece haberle puesto a la obra.
Y, cuando quiere ser sarcástico, es igual de asertivo. A una tesista le responde que "el compositor de Pierrot Lunaire y otras obras que han cambiado la historia de la música le agradece su honrosa invitación a participar en una tesis doctoral. Pero él considera que es más importante escribir estas obras". Y al director Otto Klemperer, que "aprecio su talento lo bastante para atacarle con medios mucho más agresivos".
El propio Schoenberg se sitúa muy lejos de ser un rupturista. "¡No doy tanta importancia a ser un cerebro musical, sino mucho más a ser un continuador de la vieja y buena tradición bien comprendida!", escribe en 1923. "No hay nada que desee más ardientemente (si es que puedo hacerlo) que ser tenido por una suerte de Tchaikovsky un poco mejor -¡válgame Dios!- un poco mejor, y eso es todo. A lo sumo, aún, que se conozcan y se tarareen mis melodías", confiesa el genio austríaco en 1935.
Muchos de los asuntos sobre los que polemizó aún están vigentes. Discutiendo con un crítico de The New York Times, demuestra que el gusto es banal en el arte. Gusto, dice, "en mi vocabulario significa 'arrogancia y complejo de superioridad de los mediocres' (...). El gusto es estéril, no puede crear nada. El gusto es solo aplicable a los dominios más bajos del sentir humano, a los físicos". También denuesta a quienes creen que un concierto es un evento social para ver estrellas, no para oír música. Se necesita, dice, "gente que al leer el programa, primero no miren 'quién toca, quién dirige o quién canta', sino 'qué tocan'. En tanto una parte significativa del público no sea atraída por la obra ejecutada, será difícil llenar las salas de conciertos".
Con la música como centro, Schoenberg es un humanista. Denuncia los peligros del antisemitismo e intercede por todo artista maltratado por el nazismo y él mismo es expulsado de la Academia de Arte de Berlín en 1933. También ayuda a los colegas en peor situación que él.
No pudo, eso sí, dejar de hacer clases ni jubilado. En 1945 le pide una beca a la Fundación Guggenheim, para poder concentrarse en completar la ópera "Moisés y Aarón", el oratorio "La escala de Jacob", y tres manuales teóricos. La solicitud fue desestimada, y en los ratos libres de los seis años que le quedaban, solo alcanzó a terminar uno de los manuales.
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