Gonzalo Saavedra
Los chilenos somos malos para aplaudir de pie, a diferencia de los holandeses, por ejemplo, que lo tienen como costumbre. Pero el martes, después de que el director Paolo Bortolameolli dio, con fuerza, la indicación a la Orquesta Filarmónica para el energético impulso con el que acaba la Segunda Sinfonía, “Resurrección” (1894), de Gustav Mahler, el público del Teatro Municipal se paró instantáneamente y ofreció una emocionadísima y sólida ovación de diez minutos largos. ¿Cómo, si no, agradecer con justicia a las extraordinarias solistas —la soprano Yaritza Véliz y la mezzosoprano Evelyn Ramírez—, al magnífico coro del Teatro Municipal (director: Jorge Klastornick), a los músicos de una Filarmónica reforzada y brillante, y, sobre todo, a su talentosísimo principal director invitado por una experiencia de esas que cambian la vida?
Entre los muchísimos pasajes de una interpretación apasionada y precisa a un tiempo —que Bortolameolli dedicó a la memoria de su padre Rodolfo, muerto el año pasado—, hay que destacar el comienzo: seguro y terrorífico según dónde; el delicado Andante moderato, con unas cuerdas muy lucidas, lo mismo que en el arremolinado Scherzo. Luego, el Urlicht, en el que Evelyn Ramírez conmovió con su timbre precioso, su fraseo y su volumen, y puso a la audiencia en un emotivo recogimiento; aquí, los hondos y difíciles comentarios de las tres trompetas, casi desnudas, sonaron certeros.
El final, que incluye muchos y muy distintos episodios, contó con cuatro cornos que se escucharon espectrales desde el foyer, una pequeña banda de bronces y percusión escondida tras el escenario, y, en los últimos minutos, se unieron Yaritza Véliz y el coro hasta alcanzar la apoteosis: “¡Moriré para vivir!”. (Aún quedan dos fechas de este concierto imperdible: el sábado 10 y domingo 11.)
Después de los aplausos, Bortolameolli tuvo energía para firmar decenas de ejemplares de “Rubato. Procesos musicales y una playlist personal” (La Pollera Ediciones, 2020), que el director, en plena pandemia, escribió con una pluma envidiable y una profundidad que siempre es generosa.
Y todavía falta: el 13 de enero, en el Teatro Caupolicán, el imparable Bortolameolli se pondrá al frente de la Orquesta Nacional Juvenil de la FOJI (de la que es titular), ocho solistas, dos coros y un tercero de niños, que sumarán más de 600 personas sobre el escenario, para dirigir la Octava Sinfonía de Mahler, “De los mil” (1906). Impresiona la energía de este director que el sábado pasado ensayó cuatro horas en la mañana la “Resurrección” y, en la tarde y con el mismo ímpetu, tuvo el primer encuentro con los coros de la Octava —que llevan meses preparándose, pero que son en su mayoría entusiastas amateurs—, y corrigió con dedicación y paciencia para conseguir los resultados que quiere. Si ese concierto con músicos jóvenes sale la mitad de bien que el del martes con la Segunda, tendremos otro hito musical de los grandes.
“No quiero ser solo un director de podio (…). Quiero desarrollar proyectos, influir en el desarrollo cultural, social y educativo, reinventar la música cada día. Quiero hacer todo lo posible para que en una o dos generaciones más el ir a conciertos sea común y no de nicho. ¿Por qué las audiencias de la música clásica no pueden ser masivas?”, se preguntaba Bortolameolli hace unos años en una entrevista en estas páginas. Esa noble ambición se está cumpliendo con creces.
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