La Tercera
Cantó en la ceremonia del Nobel a su amigo Bob Dylan. Música y letras es lo suyo: aunque parece una figura exitosa, su último libro la muestra más bien solitaria.
por Patricio Tapia
Con cabello gris, casi siempre cubierto con un gorro de lana y aspecto de descuidado (o quizá cuidado) desaliño, más que como una reina del rock o incluso del punk, Patti Smith luce como una mendiga sin casa, tal vez rodeada de gatos con los que charlar. De la lectura de M Train, su segundo libro de memorias, se desprende que ella está muy consciente de su apariencia, que tiene casa (más de una) y tiene gatos, con los que efectivamente conversa, aunque también lo hace con su colcha, con el control remoto del televisor, con cordones de zapatos, con un busto del inventor Nikola Tesla; más que nada conversa con algunos espectros de su pasado.
En los años 70, Smith logró convertirse en una figura del punk y la bohemia neoyorquina: poesía y luego música: su álbum Horses (1975) sería emblemático, ya desde su carátula, con foto de Robert Mapplethorpe y alguna canción posterior alcanzó las listas de éxitos. Tras esa cúspide no muy alta hay una suerte de retiro no anunciado. En 1980 se casó con el músico Fred Smith y se marchó a Detroit para dedicar gran parte de los siguientes 15 años a su familia.
Podría haber sido una más de esas estrellas fugaces de la música. Pero en 2010 publicó Eramos unos niños, su primer libro de memorias, una nostálgica reconstrucción de su vida junto a Robert Mapplethorpe. Era el retrato de ambos como artistas adolescentes.
Mapplethorpe, quien había hecho su propia celebridad como fotógrafo de flores y sadomasoquismo, murió en 1989, de Sida. Fue la primera de una serie de muertes que afectaron a Smith: al año siguiente de Mapplethorpe, murió el pianista de su grupo; en 1994 murió su marido, y un mes después, su hermano menor.
Si en Eramos unos niños los recuerdos giran en torno a Mapplethorpe, en M Train es su marido muerto: Fred “Sonic” Smith. Siempre está la evocación de los momentos que pasaron juntos: ya en la Guayana francesa recopilando piedras para Jean Genet, ya escuchando por radio partidos de béisbol en un barco que no pudieron reparar y mantenían en el patio de la casa.
Mezcladas con sus recuerdos, están sus actividades actuales. Viaja mucho, invitada como una suerte de embajadora cultural. En Islandia, tras conseguir permiso para fotografiar la mesa en la que jugaron ajedrez Bobby Fischer y Boris Spassky en 1972, la llamó el guardaespaldas de Fischer para concertar un encuentro a medianoche; de primera, no parecieron congeniar, pero luego llegaron incluso a cantar juntos temas de Buddy Holly. O visita la casa de Frida Kahlo en México y fotografía sus muletas o un vestido. O viaja a Tokio y va en busca de las tumbas del director Akira Kurosawa y del escritor Osamu Dazai.
Atesora no sólo recuerdos, sino también fotografías y cosas (o fotografías de cosas) como amuletos. Guarda el escritorio de su padre, el cebo con el que iba de pesca con su marido. Toma fotos de las pertenencias de sus ídolos; los artistas como santos y sus posesiones como reliquias: el arco para guitarra de Kevin Shields, las zapatillas de ballet de Margot Fonteyn, la máquina de escribir de Hermann Hesse, el sombrero de paja de Robert Graves, la silla de Roberto Bolaño, las gafas de Samuel Beckett, el bastón de Virginia Woolf.
Cuando no está viajando, Smith se pasea por su barrio, Greenwich Village, bebiendo café y comiendo tostadas con aceite de oliva. Si en Eramos unos niños era sorpresivo que ella no fuera una feroz toxicómana como sus amigos, en M Train nos enteramos que sí tiene adicciones: la más constante, el café (litros de él fluyen por sus páginas); la más inesperada, las series de detectives de la televisión (The Killing, Law & Order, CSI: Miami). Está obsesionada con ellas (”Los poetas de ayer son los detectives de hoy”), al punto que un fin de semana, en el transbordo de Berlín a Nueva York, hizo escala en Londres, y como su vuelo se retrasó, impulsivamente se marchó a un pequeño hotel a verlas sin interrupción, incluso imitando a sus protagonistas (si ellos comían algo, eso mismo pedía ella al servicio del hotel).
También le gusta la playa, Rockaway Beach, donde un amigo abre un café y donde compra un bungalow destartalado que es golpeado, pero no destruido por el huracán Sandy. Para comprarlo, cuenta, se vio obligada a trabajar todo un verano, aceptando conciertos, lo que demuestra hasta qué punto su vida es privilegiada: tiene dinero, amigos y fans en todo el mundo.
Con todo, el libro está lejos de ser triunfal. Ella trata de sobrevivir y la sensación es de soledad, acompañada por sus gatos (al final, sólo le queda uno), sus recuerdos y sueños , de los que tiene una memoria sorprendentemente precisa. Lo que la sostiene es el arte, el suyo y el de otros. Puede pasar una mañana haciendo la listas de obras maestras de la literatura y sus ídolos se reiteran: Genet, W.G. Sebald, J.G. Ballard, Bolaño, Aira, Murakami y otros. Sus libros, un conjunto de tomos apilados (entre ellos figura Discursos de sobremesa, de Nicanor Parra) la ayudan y la guían. Buscando en una librería uno de Henning Mankell, llegó, por la letra M, a Murakami y leyó varios, hasta llegar a Crónica del pájaro que da cuerda al mundo: “Ese fue el libro que me perdió, pues disparó una trayectoria irrefrenable, como un meteoro lanzado a un sector de tierra yerma y totalmente inocente”.
En cierto momento, recuerda un juego para combatir el insomnio o los mareos en viajes en autobús: pronunciar un torrente de palabras que comienzan con una determinada letra, por ejemplo, señala, la “m” y deja correr varias; ni en inglés ni en su traducción figuran las que mejor definen su libro: “melancolía” y “memoria”
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