Están a la vista, sobre todo en los caminos de Chile, pero las hay en muchos lugares. Constituyen una tradición ancestral de protección a los difuntos. Desde una perspectiva multidisciplinaria, el libro "Lecturas de la animita" se aproxima a esta extendida manifestación de la religiosidad popular que tiene alcances estéticos, culturales y de idiosincrasia.
Pedro Pablo Guerrero
Por estos días es común ver, embanderadas y a veces con remolinos a su alrededor, las tradicionales animitas que se levantan al costado de las carreteras. Sus deudos celebran con ellas Fiestas Patrias, tal como lo hacen en todas las fechas importantes: Navidad, Cuasimodo, el Primero de noviembre, los días de la madre, del padre, el cumpleaños y, por supuesto, el día de su partida. La animita marca el lugar en que ocurrió una muerte, y su forma más común es la de una pequeña casa, pero también pueden verse, con mucho menor frecuencia, réplicas de iglesias y grutas de la Virgen. En torno a la animita se depositan flores, objetos personales y fotografías. Con el tiempo, incluso aparecen comestibles, bebidas, peluches y otros juguetes que parecen acumularse infinitamente para satisfacer los gustos del adulto o niño fallecido.
"En Chile, la animita es un objeto instalado en el espacio público a raíz de una muerte inesperada, accidental, muchas veces trágica y brutal", escribe Claudia Lira en su artículo para el libro "Lecturas de la animita. Estética, identidad y patrimonio", recién publicado por Ediciones UC. "Su aparición -prosigue- no es instantánea, sino un proceso sujeto a los rasgos de la muerte acaecida. Los restos del fallecido y la sangre derramada son tratados ritualmente: los primeros son asumidos como lo entrañable, se recogen y acumulan en el sitio del suceso (como prueba del hecho) hasta quedar como elementos que acompañarán, posteriormente, a la animita. La sangre es una extensión de la vida del difunto que marca, demoniza y sacraliza el espacio. Ambos elementos son asistidos con profundo respeto y cuidado, pues se cree que el ánima queda prendida de ellos".
Origen híbrido
Claudia Lira Latuz es académica de la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica y editora del libro que reúne 12 ponencias sobre el tema, presentadas en un coloquio durante el cual se abordaron sus relaciones con la religiosidad popular, el arte, la ritualidad en torno a la muerte y el paisaje cultural de los caminos. Candidata a Doctora en Filosofía, con mención en Estética y Teoría del Arte de la Universidad de Chile, es también autora de "El rumor de las casitas vacías, estética de la animita" (2002), estudio de referencia obligada junto con "L'animita", de Oreste Plath (1993). Lira detecta, como la mayoría de los investigadores -incluido el padre Raúl Feres-, un origen "híbrido" en esta manifestación popular, que proviene de fuentes europeas y precolombinas. Según Pía Readi Garrido en su ponencia "Origen e historia de la animita", se combinan en ella tradiciones católicas provenientes de España, como el culto a los santos, y las costumbres basadas en la devoción a los antepasados, características del pueblo indígena, "el cual señala que los muertos cuidan a sus parientes y se quedan cerca de ellos, son parte viva y activa de la comunidad y de la familia".
Cuando llegaron los conquistadores, encontraron las llamadas apachetas, o apachitos, a lo largo de los caminos altiplánicos de Perú, Bolivia, Argentina y el norte grande de Chile. Sonia Montecino las define como un "conjunto de piedras que constituye un espacio sagrado al que hay que retribuir en rezos u ofrendas". Las apachetas se levantaban en honor a la Pachamama, a los espíritus del lugar y a los antepasados, con el objeto de propiciar un viaje tranquilo. Readi informa que algunas sobreviven hasta hoy en el norte de Chile, aunque cuesta diferenciarlas de las animitas, pues las ofrendas de piedras dieron paso a flores y empezaron a construirse casitas a su alrededor, tomadas del culto andino a las alasitas: miniaturas de billetes, casas, animales, e incluso, hoy, objetos modernos, como computadores que se ofrecen para conseguir estos bienes en el mundo real. Asociado en muchos casos a la figura del Ekeko, el juego de las alasitas deriva etimológicamente de un verbo aimara que significa "comprar", y se traduce como "cómprame" o "cómprame estas cositas".
El Concilio Limense de 1567 ordenó destruir las apachetas. Los párrocos del lugar debían reemplazarlas por una cruz y rebautizarlas con el nombre de un santo o figura católica. En su artículo "Las cruces de la mala muerte en la costa norte del Perú" -escrito gracias a su estadía en ese país el año 2001 mientras cursaba un magíster en cultura andina en el Centro Bartolomé de las Casas, en Cusco-, Claudia Lira se ocupa de las cruces que descubrió en el camino a Chiclayo, llamadas de mala muerte, porque llega de manera inesperada y no permite recibir los sacramentos. Buscando sus referentes, Lira repasa la simbología católica de la cruz, desde San Juan Damasceno, en el siglo VII, hasta Jacobo de la Vorágine. Describe su carácter redentor durante la Edad Media y la profusión que exhibe en los caminos de Galicia entre los siglos XII y XVII, a través de dos formas: los cruceiros de parada y los cruceiros de término . Mientras los primeros se ponían por donde pasaban las procesiones o cortejos funerarios y presentaban un altar donde se rezaba o depositaba el féretro, los segundos señalaban el límite de una parroquia, y su función era mantener alejados los espíritus malignos.
Un caso especial era las encrucilladas , puestas en los cruces de los caminos para evitar la Santa Compaña (procesión de ánimas en pena, tan popular en el folclor local, que incluso la recogieron escritores gallegos, como Álvaro Cunqueiro). En su base se solían enterrar anxeliños : niños que murieron sin bautismo y que, por lo tanto, no podían ser enterrados en los camposantos (Juan Escobar Albornoz estudia, en Chile, el rito velatorio del angelito en otra monografía del libro). Los familiares los marcaban para identificar a sus difuntos.
"Esta práctica gallega se relaciona de manera directa con la animita, pues, aunque el cuerpo no es enterrado en el sitio del deceso, reitera la búsqueda, por parte de los deudos, de un sitio sacro y salvador para proteger el ánima", escribe Claudia Lira.
La devoción por Balmaceda
No existe rincón de Chile donde no haya una animita. Bernardo Guerrero estudia en su artículo el origen, apogeo y decadencia del fervor popular que rodea a las más famosas de Iquique. En la Patagonia, el culto del Indiecito Desconocido, en el cementerio de Punta Arenas, ha adquirido categoría de atracción local, suerte que no corrió el cadáver del chilote junto al que fue encontrado este kawéskar, muertos ambos en un probable enfrentamiento ocurrido el año 1928 en la isla Diego de Almagro. Pablo Vargas Rojas indaga en los alcances de esta significativa omisión en su artículo "La apropiación del indígena: sociedad magallánica y colonialidad". En otra monografía del libro, el equipo de investigadores compuesto por Juan Carlos Skewes, María Pía Poblete, Pablo Rojas y María Amalia Mellado examina los "descansos" asociados al ritual funerario mapuche-huilliche, que presenta similitudes y diferencias con las animitas según reveló un estudio que efectuaron a orillas del lago Neltume.
¿Por qué algunos delincuentes, incluso criminales que cometieron asesinatos horrendos, son "canonizados" por el pueblo, que convierte sus tumbas en lugares de peregrinación? Es la pregunta que se hace Luis Bahamondes en su trabajo centrado en las animitas de Emile Dubois (Valparaíso) y Emilio Inostroza (Temuco).
Aunque la animita originalmente marcaba el lugar donde ocurrió una muerte, ha ido mutando con el tiempo, y muchas indican el sitio donde están los restos del difunto. Tomás Domínguez Balmaceda levanta la topografía de algunas de las animitas más visitadas de la capital en su estudio "La ruta milagrosa de la ciudad de los muertos: devoción popular en tumbas y santuarios del Cementerio General de Santiago". Destacan las imágenes del Cristo Rico, el Cristo Pobre y las sepulturas milagrosas de Romualdito -cuya animita junto a un tiznado muro de Estación Central es analizada en otro estudio de este libro por Magín Moscheni-, la Carmencita y La Novia (Orlita Romero). De manera insólita, dos figuras públicas se han transformado en favorecedoras de la religiosidad popular, especialmente entre alumnos de enseñanza media. Se entiende, hasta cierto punto, que una sea el educador Abelardo Núñez. ¿Pero por qué José Manuel Balmaceda? Ya en 1921, Joaquín Edwards Bello escribía: "Personas de diversas categorías, generalmente humildes, le piden favores. Siempre está cubierta de peticiones o mandas. Un estudiante le suplica que le ayude a salir bien en los exámenes. Otro le solicita ayuda para que lo quiera una chiquilla llamada Estela. La obrera María S. le pide que libre a su marido del alcoholismo. La tumba de Balmaceda se parece a las 'animitas' de extramuros".
No se menciona en el libro, pero lo mismo sucede desde hace años con el Mausoleo de Salvador Allende. Entre las típicas ofrendas políticas de claveles y coronas rojiblancas, es cada vez más común encontrar hojas de cuaderno con mandas, sobre todo de escolares.
"En ambos casos estamos frente a muertes cruentas, dolorosas, trágicas. A veces los culpables no están debidamente sancionados -dice Claudia Lira-. El sufrimiento purifica sus almas y los convierte en seres humanos como cualquiera, a pesar del gran poder que tuvieron. Al humanizarlos te sientes con la posibilidad de que entiendan tu dolor. Una persona que ha sufrido se pone misericordiosa, se ablanda, se abre, te escucha. Tiene que ver con nuestra identidad: somos un pueblo, primero que todo, afectivo. Antes que intelectuales o corporales, somos básicamente corazón. La sensibilidad ante la muerte, la injusticia y el dolor es muy tradicional en el chileno".
Las nuevas animitas
En un nuevo libro que está preparando, Claudia Lira aborda interesantes casos de los últimos años. Uno de los más sintomáticos es el que ocurrió con la construcción de la Autopista Central. El año 2003, la concesionaria se dio cuenta de que al ensanchar la carretera, varias animitas iban a ser destruidas por las faenas. Decidió entonces trasladarlas, y encargó al estudio + Arquitectos diseñar un prototipo de animita que las reemplazara. Del encargo surgió una "animita estándar", como la llamó Claudia Lira, de líneas minimalistas: un cubo de hormigón armado sobre el cual se instaló una plancha metálica de 10 milímetros de espesor, con dos líneas que bosquejan una cruz.
"Se hicieron 300", recuerda Claudia Lira. "En este momento yo diría que están ocupadas cinco. La gente que aceptó utilizarlas las pintó con un color emblemático de animita: el celeste de la Virgen, el blanco de la pureza, el amarillo del Vaticano. Además, intervinieron la cruz sugerida para que se notara que era una cruz. Finalmente trajeron todos los elementos estéticos que acompañan la animita, como las ofrendas de flores y los objetos religiosos. Fue resemantizada con la lógica de la estética de la animita, porque tiene una función, no es un simple adorno. Lo estético le da la eficacia al objeto. Hace que sea un lugar donde el alma descansa y el deudo establece relación con esta pérdida".
Desde Argentina ha llegado en las últimas décadas el culto de la Difunta Correa. Según una leyenda del siglo XIX, ella murió de sed en el desierto, pero mantuvo con vida a su hijo amamantándolo hasta que lo encontraron unos arrieros. Primero un oratorio y luego un santuario se levantaron en Vallecito, el pueblo de la provincia de San Juan, donde está sepultada. Sus promesantes le llevan botellas de agua, tal como hacen en los diversos recordatorios que han surgido espontáneamente en las carreteras de Chile, probablemente gracias a los camioneros.
¿Qué determina que algunas devociones crezcan y otras se extingan? "Algunas prosperan porque las personas que establecen los lazos con ese culto han tenido resultado, y lo transmiten. La Difunta Correa tenía fama de milagrosa en Argentina, y la fama se va corriendo. Es algo muy dinámico", explica Claudia Lira.
El año 2012 hizo su aparición en las calles de Santiago la "bicianimita", singular recordatorio que se coloca en el lugar donde muere atropellado un ciclista. Los transeúntes terminan por familiarizarse con estas bicicletas blancas, a las que se pega una hoja con la foto del difunto, su nombre y la leyenda "No más ciclistas muertos". La iniciativa es impulsada por la agrupación Ciclistas con Alas.
Claudia Lira recuerda, con emoción, el día en que le tocó poner en práctica todo lo que había investigado sobre las animitas. Fue en agosto de 2010: estaba haciendo clases en el Campus Oriente cuando le avisaron que había muerto, a solo unas cuadras, Amalia Herrera, alumna del Instituto de Estética. Suspendió la clase, y en la tarde pasó en auto por el lugar donde la joven había sido embestida mientras andaba en bicicleta. Había un grupo de amigas llorando. Claudia Lira fue a comprar unas velas, regresó con ellas y las puso alrededor de la mancha de sangre todavía fresca. Cortó también unas flores de un jardín cercano. Luego les pidió a las jóvenes que se tomaran de las manos, rezaron, y dijo lo que había oído decir tantas veces en estos casos: "Amalia, si estás acá, tranquila, falleciste", le comunicó. "Me sentía en el deber de hacerlo. Yo no sé si eso ocurre o no, pero si es verdad que el alma puede quedar perdida, errante, no podía permitir que eso sucediera", recuerda Claudia Lira. Al día siguiente, las velas -que, según la creencia popular, deben iluminar el camino al otro mundo- se habían derretido completamente sobre el pavimento. Nació así un nuevo lugar de culto. Tres años después se instaló una bicianimita.
El libro "Lecturas de la animita" se ofrenda, en su presentación, a Amalia Herrera y a María Angélica Pérez, "abrazada por el mar en Juan Fernández" ese mismo año.
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