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jueves, marzo 16, 2017
Silvio Rodríguez recuerda a Ángel Parra
Blog Segunda Cita
ÁNGEL PARRA
Lo había escuchado mencionar, pero efectivamente supe de él cundo vino a Cuba en 1967, al Festival de la Canción Protesta, auspiciado por Casa de las Américas. Hacía apenas un mes que me había desmovilizado y, aunque había escrito un par de canciones de las identificadas como “políticas” o “de conciencia”, mi mundo creador aún iba fundido a la conmoción de la adolescencia. Recuerdo que “Los Parra”, que era como se les decía a su hermana Isabel y a Ángel, fueron de las figuras más visibles de aquel Festival, que reunió a cantores del sur y del norte de América, además de a europeos y asiáticos. Recuerdo haber visto por primera vez los rostros de aquellos hermanos en el Noticiero ICAIC Latinoamericano, que dirigía Santiago Álvarez.
Años después, cuando estuve con Ángel primero en la peña de Santiago y luego en su cálida casita de Los Leones, me sentí muy bien acogido por su familia, su guitarra y su vino. Tanto, que estando allí se me olvidaban las distancias y disfrutaba a fondo de su master de juglaría americana, matizado a veces por ocurrentes intermedios de Angelito y Javiera, “los cabros chicos”. Tampoco se me va de la memoria la encantada hospitalidad de Marta Orrego y de sus hijas Claudia y Paula, a quienes les dejé mi corazón.
Un año después vino el golpe, asesinaron a Víctor y se plantó la angustia por el Ángel, hasta que supimos que estaba preso en el desierto, en un campo de trabajo que llamaban Pisagua. Así le puso a su primer disco, cuando por fin salió.
Nos volvimos a ver a mediados de los 70s, en México DF, para más señas en una casita de Coyoacán a donde milagrosamente había trasladado algunos espíritus de Las Condes. Desde entonces ir a México y no pasar por Coyoacán era como perder sortilegios de auxilio en una babel que amenazaba con tragárselo todo. Era la guitarra del Ángel la que nombraba el mundo reconocible; el cordel umbilical a tierra firme para que algunos papalotes no se nos fueran a bolina.
Ángel terminó yéndose a París, allá se enamoró y plantó vivienda cerca de unos de sus grandes referentes: Atahualpa Yupanqui. En los últimos años de la vida de Don Ata, cuando la artrosis ya no le permitía tocar la guitarra, Ángel lo hacía por él, y el Maestro declamaba las canciones.
Con Chabela he cantado muchas veces, con Ángel menos, Pero recuerdo que en los últimos años compartimos aquel concierto de conmemoración de las jornadas históricas de 1967, organizado por Casa de las Américas. También en el Estadio Nacional de Chile unimos voces en Hasta Siempre Comandante, hace 20 años, cuando el 30 aniversario de la caída de Che.
No se me ocurre mejor forma de concluir este breve pase de lista, que no es sólo por tristeza sino mucho también por identidad, por admiración a la consecuencia humana y artística de un hombre, con algo que le escribí a Violeta, su mamá:
Beso a Carmen Luisa,
novia de un arcángel.
Quiero a la Chabela
y saludo al Ángel.
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