La Tercera
Yo viví, sin saberlo, en un estado de ruralidad muy potente, en una casa de cholguán y piso de tierra en el cerro La Cruz de Arica, en el norte. Mi conexión era con el desierto. Recuerdo que salía a correr o caminaba sólo 10 minutos y ya no veía ninguna casa. No sentía ningún ruido, excepto el del viento y el de las piedras bajo mis pies. Lo tenía tan incorporado que incluso viviendo aquí, en la gran capital, no lo echaba de menos, porque iba conmigo a todos lados.
Cuando llegué a Santiago por primera vez, alucinaba con viajar en Metro. Encontraba que las distancias eran tan grandes que podías extraviarte. Y me confundía, pero me daba gusto caminar por la calle y ver a tanta gente al mismo tiempo.
Para mí, la literatura es una especie de voz interna que me acompaña. Por ejemplo, hoy estaba componiendo una letra que dice: “Y dejar que el tiempo pase/como insectos complicados/que arroja puñados/eléctricos/metálicos”. ¡Y de repente me di cuenta de que ese verso venía seguramente de una máquina de matar que tiene el señor K en Crónicas marcianas!
La primera vez que escuché sobre Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, fue por una serie de televisión que existía en los años 80. La veíamos con mi hermano y alucinábamos con este señor K que abría su libro fantástico y con esta señora K barriendo la casa de cristal. Luego, estas crónicas llegaron a nuestras manos como libro. No sé si lo pedimos prestado o nos lo pelamos de alguna casa. Pero nos volvimos locos. Me impactó, porque lo encontré profundamente poético.
Crecí encontrándome con gente que tipo seis o siete de la tarde te contaba que soñó tal cosa.
El cerro La Cruz es como si lo hubiese pintado Van Gogh, porque es una población que está hecha de muchos pincelazos. Sola. A la contra. En la punta del cerro, literalmente. Todos los elementos que están presentes en mis canciones están en los relatos de esa gente.
Mi mamacita sigue viviendo ahí. Y mi papá también. Se habían separado, pero están juntos de nuevo. Ella se llama Normandía, no le gusta, porque nadie lo entiende mucho. Yo, en cambio, acabo de escribir una canción con ese nombre.
Ella es una persona muy particular. Tiene un mundo muy propio y hace esfuerzos generosos y amorosos por conectar socialmente. Siempre ha sido muy lectora. Siempre se las ha tenido que arreglar con metáforas para poder dar a entender sus pensamientos. Radica un misterio en ella. Y yo no lo sé descifrar, sólo digo en mi canción que ella siempre supo que la belleza duele, que lastima.
Las fresias son mi aroma favorito. Recuerdo que mi papá llegó con un ramo una vez para mi mamá a la casa y desde entonces que agarré la costumbre de echarlas adentro de la guitarra.
Estudié Historia antes de ser músico. En un minuto, incluso, estuve corto de plata, vivía en una piecita del Portal Fernández Concha y fui a dejar un currículum a un preuniversitario. Tenía 24 años y quería ser profesor, pero nadie me pescó, así que seguí con la guitarra pa’ adelante.
Me maravillo con un poder súper fuerte que está despertando en los grupos más populares. Un estado de conciencia que va más allá de las marchas estudiantiles, en el que está colaborando toda una generación, y gente de 40 años que ya había renunciado a un Chile más igualitario. Ese es el Chile que me gusta. El mío no es necesariamente el de Bachelet ni el de Golborne, sino el que está en la cola de Fonasa.
Vengo de una tropa de Manueles. Manuel García es mi papá, mi abuelo, el abuelo de mi abuelo, unos primos que tengo y también algunos sobrinos lejanos. Parece una maldición, porque no hay ninguno que no sea sátrapa. Se las arreglan con la vida y andan por el mundo popular haciendo el día. De todos ellos, ¡yo vendría siendo el más tranquilo y centrado!
Mi papá es un huracán energético. Siempre está construyendo su ego y esperando que baje alguien de las estrellas y lo nombre embajador de algún planeta. Para él, todo es una aventura. Es como si le hubiesen dicho: te queda un día de vida. En apariencia es más negro y tiene el pelo más motita que yo. Es un zambo.
Yo a mis tres caracolitos (mis hijos) no los privo de televisión, de que jueguen en el iPad a las Plantas vs. Zombies, pero todo tiene un punto de crítica y de excepción que yo se los subrayo. Vivimos en Peñalolén, y cuando la vida nos marea, salimos a caminar, sin tiempo. Siete kilómetros, sin parar. A veces también va mi mujer, la Caracola (Claudia). Me encanta porque estructuramos y desestructuramos el mundo, saludamos a la gente, pedimos un vaso de agua a la vecina, nos volvemos súper pelusas.
Si fuera profesor, contaría la historia social de Chile. A lo Gabriel Salazar. O a partir de la poesía. Los llevaría a un asilo de ancianos para que los viejos les contaran las historias de la Estación Central, la música, el burdel, la patria, la cueca, las injusticias. O los haría recorrer todas las casas donde vivió la Violeta. Siento que a través de la gente que ha iluminado la historia con su trabajo se puede hacer un viaje muy rico y personal, fuera del aula, en la calle, con este profesor “Locovich” que sería yo.
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