viernes, mayo 24, 2013

¿Demasiado 'Hitler' en Wagner? El juicio de Thomas Mann

El Mercurio


La apropiación que los nazis hacían de la obra de Wagner le exigió al gran escritor alemán enfrentar la cuestión de si la legitimación wagneriana del Estado totalitario era una proyección ideológica consecuente de esa estética. Su juicio adquirió nuevos matices, haciendo más complejo el balance entre admiración y reservas que la obra de Wagner siempre le mereció.

Antonio Bascuñán Rodríguez

El 23 de marzo de 1933, un mes después de la conmemoración de los cincuenta años de la muerte de Richard Wagner, Adolf Hitler obtuvo del parlamento alemán los poderes extraordinarios con los que fundó el Tercer Reich. El fin de semana del 16 y 17 de abril, encontrándose en Suiza, Thomas Mann se enteró de una protesta de la ciudad de München en su contra difundida por la prensa y la radio con motivo de su ensayo "Sufrimiento y grandeza de Richard Wagner", que había ofrecido como conferencia en Amsterdam, Bruselas y París en homenaje a su aniversario.

El panfleto acusaba a Mann de infamia por calificar la obra de Wagner como "diletantismo", y le reprochaba un esnobismo estetizante por pretender validarla en virtud de su afinidad con el psicoanálisis y su carácter cosmopolita. Por cierto, ninguna de esas ideas de Mann resultaba particularmente nueva o escandalosa. Lo inédito era la violencia con que se manifestaba esa voluntad de exclusión por parte del establishment de München, que no le perdonaba su giro republicano después de la primera guerra mundial. En la nueva Alemania él no tenía cabida.

En el exilio Mann reanudó su reflexión sobre Wagner. La apropiación que los nazis hacían de su obra le exigió enfrentar la cuestión de si la legitimación wagneriana del Estado totalitario era una proyección ideológica consecuente de esa estética. Su juicio adquirió nuevos matices, haciendo más complejo el balance entre admiración y reservas que la obra de Wagner siempre le mereció.

Wagner, el diletante genial

"El arte de Wagner es un diletantismo monumentalizado e impulsado a lo genial con la máxima fuerza de voluntad e inteligencia". Esa es la afirmación que desquició al establishment bávaro. En ella se expresan a la vez admiración por Wagner como autor de una obra -"la" obra por excelencia- y reservas a las pretensiones estéticas de la idea de la obra de arte total.

Esas reservas provienen de Nietzsche. La fusión de poesía y música pretendida por Wagner afecta a su poesía -irrelevante sin la música-, pero sobre todo a su música, porque su teatralidad la priva de autenticidad. El hombre de teatro es el que está por delante del resto en un punto: sabe que lo que ha de producir el efecto de ser verdadero no debe serlo. De esa máxima, tomada de François-Joseph Talma, Nietszche dedujo categórico: "La música de Wagner nunca es verdadera".

Más matizado, Mann considera que se trata de música "amusical", que consiste en una suma de pensamientos acústicos, y que de no ser por el genio expresivo de Wagner habría permanecido en el mero diletantismo. Lo admirable no se encuentra en la validez de la idea de la obra de arte total, sino en la intensidad y la magnitud que Wagner intentó realizarla, en su dimensión épica.

Wagner, el cosmopolita y naturalista

También de Nietzsche proviene la idea de que la comprensión nacionalista de la obra de Wagner es un malentendido alemán. Hasta Wagner -observa Mann- lo alemán en el romanticismo había sido íntimo y local. Pero nada es menos local que la obra de Wagner, donde no hay una nota de música popular. Lo alemán en Wagner deviene en una formidable auto-representación dirigida al resto de las naciones. Su vocación es mundial.

Mann considera la obra de Wagner, junto con la de Ibsen, como la contribución nórdica al arte monumental europeo del siglo XIX, equiparable en ese nivel a la gran novela francesa, rusa o inglesa, y a la pintura impresionista francesa. En el norte de Europa, esa búsqueda romántica de lo humano inaccesible a la razón calculadora tiene lugar en el teatro.

Lo específicamente característico del teatro de Wagner, por contraste con el de Ibsen, es su recurso al mito. Mann no ve en ello una contraposición sino una alternativa al naturalismo. En vez de escudriñar lo humano en un retrato de la sociedad, Wagner prefiere desentenderse de toda convención. Pero su propósito no es otro que la indagación psicológica.

Mann advierte en la obra de Wagner una anticipación de Freud. Eso no sólo responde a las sorprendentes coincidencias entre algunos episodios de sus personajes y la teoría psicoanalítica. Mann considera que la mejor versión del romanticismo alemán lo emparenta con el psicoanálisis. La peor versión del romanticismo es la que ve en él una glorificación de lo irracional. La mejor, la que lo entiende como un interés intelectual en lo afectivo. Eso es a su juicio el psicoanálisis y toda psicología de Schopenhauer en adelante: un desenmascaramiento de las ilusiones de la razón, para la mejor protección de la civilización.

Wagner, el metapolítico

La fuga de Wagner al mito no es puramente estratégica. Es expresiva de lo que Mann advierte como la marca característica del espíritu alemán: su desinterés por lo social y lo político. Ese es un vacío, un déficit cultural que puede ser artísticamente fructífero, pero que resulta peligroso para momentos de crisis, donde la tarea urgente es la definición de un orden social justo. En esos momentos, ese déficit conduce a soluciones que constituyen sustitutos míticos de la política. Pero en la política los sustitutos míticos son mentiras.

En 1937, todavía en Suiza, este diagnóstico conducía a Mann a denunciar la apropiación de Wagner por los nazis como una manipulación, un abuso interpretativo. Wagner no fue el profeta del Estado totalitario, sino el autor de una utopía estético-social. El arte lo era todo para él; la política, nada.

En ningún punto es esto más claro que en la vibrante alocución de Hans Sachs al pueblo en la escena final de "Los Maestros Cantores de Nüremberg". Las ominosas referencias al peligro de sumisión a un poder extranjero no conducen allí a un llamado a las armas o a una nueva forma de gobierno, sino a la preservación del arte: "aun si se hiciera polvo el Sacro Imperio Romano-Germánico, quedaría para nosotros el sagrado arte alemán".

Dos años después, en Estados Unidos, la lectura de un artículo de Peter Viereck, que resumía su tesis Metapolítica: La raíces de la mentalidad nazi, lo lleva a juzgar de otro modo la relación entre la estética de Wagner y la ideología nazi. El término, adoptado de una publicación del círculo de Bayreuth, fue acuñado por Viereck para resumir los componentes de la ideología nazi: culto romántico de lo irracional, negación racista de la moral universal, socialismo económico y colectivismo.

Mann toma ese diagnóstico para reformular su tesis. El nacionalsocialismo ya no es una ideología que abusa de una utopía estética, sino su trágica consecuencia. Lo revolucionario mítico-reaccionario de la obra de Wagner tiene la misma forma cultural primitiva del "movimiento metapolítico" que aterroriza al mundo.
De ahí deduce Mann la necesidad de la derrota, no de Hitler, sino de Alemania. Porque no hay dos Alemanias, una buena y otra mala, sino una sola. Lo que debe ser golpeado es esa mentalidad, la que tiende a huir de la política para refugiarse en el mito primigenio poético. Es ese carácter alemán -"uno de los desarrollos más finos pero más inconvenientes de la naturaleza humana", así la cita de Mann a Harold Nicolson- lo que tiene que ser derrotado, para que Alemania pueda recuperar su tradición centenaria de amistad por todo lo social e insertarse en una Europa pacífica.

Alemania fue derrotada, pero tampoco hubo lugar en ella para Thomas Mann. No lo quiso ni lo necesitó. El exilio le había demostrado que podía llevar consigo su herencia alemana, que podía legítimamente ser un alemán del mundo.

Wagner, el mago

A pesar de todas las críticas a la estética de Wagner y a su proyección política, su música siempre fascinó a Thomas Mann. Siguiendo a Nietzsche, Mann resistió esa fascinación como quien intenta superar una adicción. Ese ejercicio de autosuperación se proyectó en su biografía personal, en su estilo literario y en su práctica política. En todos esos frentes, Thomas Mann fue el hombre que se impuso a sí mismo, sin dejar nunca de reconocerse también como el hombre al cual él se impuso, al hipnotizado por Wagner.

Ningún pasaje es más elocuente a este respecto que una reflexión de 1911, escrita en Lido, simultáneamente con la concepción de "La Muerte en Venecia." Respondiendo a una encuesta periodística, Mann sostiene que la obra maestra ideal del siglo XX habrá de ser esencialmente distinta de la obra de Wagner: "más lógica, más plena de forma y clara, más estricta y serena, portadora de una nueva clasicidad que no busque su grandeza en lo colosal-barroco ni su belleza en la embriaguez". Pero termina confesando que "cuando inadvertidamente un sonido, un giro significativo de la obra de Wagner alcanza mi oído, tiemblo de alegría, me sobreviene una especie de nostalgia juvenil, y una vez más, como la primera, mi espíritu se somete a la vieja magia sagaz e ingeniosa, añorante y astuta".

Esta admirable observación de Mann describe en mi opinión una experiencia común a todo auditor reflexivo de Wagner. Por una parte se tiene la convicción de que ya sea por su efectismo o porque el simple expediente de la repetición de los temas musicales no compensa su falta de desarrollo formal, esa música es intrínsecamente deficitaria. Al mismo tiempo, desconcertantemente, se tiene la certeza íntima de que ella es capaz como ninguna otra de expresar el sentimiento. O dicho de manera más simple, que Wagner, aun impostor, posee un secreto conocimiento del corazón.

1 comentario:

Luis Manteiga Pousa dijo...

Es curioso como hay bastantes tiranos que tenían buen gusto musical. Pero en el caso de Hitler y su admiración por Wagner me parece que esta obedecía a unas causas no estrictamente musicales. Lo que también parece claro es que el nazismo manipuló el legado de Wagner.