El Mercurio
Gonzalo Saavedra
Aunque 78 no sea un número redondo de conmemoración, es significativo que encuentre a la Orquesta Sinfónica Nacional de Chile con el mejor sonido y musicalidad que le hemos conocido. La ceremonia comenzó con el himno nacional de Chile y luego habló Diego Matte, quien recordó el esfuerzo de Domingo Santa Cruz -fundador de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile-, para que se promulgara la ley que creó el conjunto, que, no sin polémica -incluido un veto presidencial de Pedro Aguirre Cerda-, quedó bajo la protección y tutela de esta casa de estudios; pero, recalcó Matte, con la autonomía necesaria para el cumplimiento de su misión de desarrollar la música nacional y el compromiso con la excelencia artística. El director dijo también que vivían un momento muy especial: avanza la construcción del nuevo Teatro de la Universidad de Chile, a unas cuadras del Baquedano, con una capacidad para 1.200 personas y una acústica excepcional. Luego de los discursos de la ministra de las Culturas y las Artes, Consuelo Valdés, y del rector de la Universidad de Chile, Ennio Vivaldi, se cantó el emocionante himno de la Universidad de Chile, escrito por Julio Barrenechea (texto) y René Amengual (música) en 1942, y estrenado por la Sinfónica el mismo año en su versión de coro y orquesta.
Por fin vinieron las obras del programa, el Concierto para piano Nº 2 de Shostakovich (1957) y la Quinta sinfonía de Beethoven (1808). El primero es una obra rara en la producción de Shostakovich: su índole sarcástica se vuelve aquí buen humor, ligero, pero con ciertos pasajes donde la ironía campea. Bajo la dirección del venezolano Rodolfo Saglimbeni, el extraordinario Luis Alberto Latorre y la orquesta hicieron una entrega superior. Latorre es un pianista cuya versatilidad asombra: literalmente, asume las personalidades de los compositores que toca, y en este caso transmitió con perfección el personalísimo aire travieso que domina el intrincado primer movimiento, el encanto calmo del segundo y la tocata frenética del final. El público dio una ovación feliz.
En la segunda parte, la experiencia de Saglimbeni se notó en su acercamiento sobrio, pero no exento de pasión, a la Quinta de Beethoven, una sinfonía ubicua y que ha sido tan tocada, que, a veces, por distinguirse, los directores intentan exagerar ciertos gestos o cambiar alguna articulación. En esta entrega, nada de eso: respeto irrestricto, notable en el caso de los silencios, como los que siguen al motivo de apertura de las cuatro notas o los que están en el fugato de las cuerdas en el scherzo y de los que se suele abusar. Apenas aproblemada en las maderas y bronces en la sección que precede a la transición entre ese movimiento y el último, el director y la orquesta ofrecieron un interpretación sólida, muy convincente, a la altura de la gala que celebró este momento especial de la Sinfónica.
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