Página 12
El fundador de Quilapayún entrega música despojada y lúdica en Carrasco II, un álbum poblado de cumbias, guajiras, sarcasmos y hasta arrebatos rockeros. Sin embargo, aclara, persisten el espíritu de crítica social, la forma directa de hablar y la ironía de su viejo grupo.
Por Cristian Vitale
Quien lo ha visto y quién lo ve a Eduardo Carrasco... Cuesta encontrar lo sublime y serio de aquel Quilapayún que fundó junto a su hermano Julio y otro Julio (Numhauser) en 1965, en el disco solista que acaba de publicar Macondo mediante. Cuesta sintonizar, por caso, la dramática Cantata de Santa María de Iquique, que la agrupación chilena grabara en 1970 para retratar la matanza de la Escuela Santa María ocurrida en 1907, con la música despojada y lúdica de Carrasco II, su segundo disco solista, poblado de cumbias, guajiras, sarcasmos y hasta ciertos arrebatos rockeros. Cuesta, pero todo tiene una explicación, un matiz. “Es cierto, es otra música”, admite él ante PáginaI12. “Sin embargo, hay muchas cosas que son las mismas. Hay un espíritu de crítica social, hay una forma directa de decir las cosas y hay una ironía que está presente en el Quilapayún desde la época de La revolución y las estrellas. Cuando en los ‘80 hicimos los conciertos en el Bobino de París teníamos unos muñecos de Pinochet y su mujer sentados en la platea, y en el escenario había una reproducción del “Caballero con la mano en el pecho” del Greco. Decíamos muchas cosas divertidas y hasta llegaron a compararnos con Les Luthiers”.
De todos modos, La revolución y las estrellas, disco bisagra que marca Carrasco como para no desprenderse tanto de su historia, se publicó en una fecha tan “tardía” como 1982, cuando la agrupación ya había pasado su época de esplendor lírico, solemne y revolucionario (Por Vietnam, Basta, Vivir cómo él, etcétera) y relajaba tensiones en un exilio europeo que ya llevaba nueve años. De ahí que este intrépido personaje que reparte saberes y sensibilidades entre la música, la filosofía, la poesía y el canto, advierta el devenir de un “nuevo espíritu” que acerca –un poco, al menos– al Carrasco ya visto y al que se ve, hoy. “En Buenos Aires, los que a fines de los ‘80 asistieron a nuestros conciertos en el Coliseo tuvieron una muestra de este nuevo espíritu. Y eso tiene que ver con el encuentro con el surrealismo y la influencia del pintor chileno Roberto Matta en lo que hicimos desde 1980 en adelante. Entiendo que en el Quilapayún predomina la imagen de los barbudos revolucionarios muy serios y muy consecuentes. Pero eso no quita que la guajira chilena de mi disco la cante también en los conciertos del Quila”, sopesa.
–No tan distinto, entonces.
–Lo que pasa es que los tiempos han cambiado y no podemos dejar que la risa quede fuera de nuestras aspiraciones revolucionarias. La revolución no puede ser aburrida. Y además, la revolución es poner las cosas patas pa´ arriba.
–En la contratapa de su flamante disco usted aparece desparramado en el suelo y se ve una mancha de sangre en una butaca de la segunda fila ¿Qué quiere trasmitir con semejante imagen, Eduardo?
–La idea del artista sin público. Es algo dramático, pero hay que asumir esa idea. En Chile, un artista como yo no tiene público. Chile es un país de cultura global dominante, no nacional. Incluso, como pensó Nicanor Parra, Chile no es un país, sino un paisaje. Tengo la sensación de que es un negocio, el paraíso de los shoppings y de los supermercados. Lo digo constatando un hecho porque no quiero ser injusto. Y además, como no tengo solución para este problema, lo digo sin amargura. Los referentes culturales chilenos son globales, no nacionales. El verano pasado me permití una crítica a Jamiroquai, que actuaba en el Festival de Viña, y casi me mataron. Les toqué el núcleo mismo de su identidad musical, que es la música anglosajona. Otra: el homenaje más importante en los cien años de Violeta Parra fue hecho en el Teatro Colón de Buenos Aires. Cuando me di cuenta de esto, me dije “¿Entonces, así va a ser?” Y lo asumí sin problemas. Ahora, mi sueño es actuar en un gran teatro sin público, sostenido solo por el amor que le tengo a la música y por el cariño de mis amigos músicos que me acompañan. Eso sería la apoteosis.
–¿Asociaría lo que está diciendo a Quilapayún también?
–Con el Quilapayún es diferente, porque el grupo está vinculado a la historia del país y tiene un significado profundo para mucha gente que vivió esa época. Pero tampoco se podría decir que compita con la cultura global anglosajona. Tiene el reconocimiento de miles de seguidores, pero Jamiroquai tiene el triple.
Eduardo Guillermo Carrasco Pirard, tal su nombre completo, nació en Santiago de Chile el 2 de julio de 1940 y fue director musical de Quilapayún en dos etapas: la primera entre 1965 y 1988 (grabó los veinte discos de la agrupación durante el período) y, tras un hiato quince años, retomó el rol cuando la agrupación se fraccionó en dos a partir de 2003. Y así permanece hasta hoy. “Hace mucho ya que con los Quila venimos intentando deconstruir esa solemnidad que nos caracterizó durante los ‘60 y los ‘70. Pero, como bien saben los publicistas, cambiar una imagen pública una vez que está instalada es una de las cosas más difíciles que existen. Cuando canto como solista no tengo ese problema. Soy el que soy, como Yahvé. No tengo ningún equipaje detrás ni arrastro ningún ataúd conmigo. Y esto es muy agradable”, dice, refrendando un desprejuicio que se nota nítido en las diez piezas que pueblan Carrasco II.
Una de ellas, tal vez la más ilustrativa en este sentido, es “Cumbia de lo que fue”. “Esta cumbia nace de la constatación algo nostálgica de las cosas que son parte integrante de nuestra vida cotidiana y que, de pronto, sin saber cómo, desaparecen y se hunden en el olvido –explica Carrasco–. Es dramático. Eso marca nuestro propio tiempo de vida. Y la hicimos como cumbia porque ese es un ritmo fiestero y popular. La canción tiene este carácter porque así es como nuestros pueblos miden el paso del tiempo. Las cosas que parecían más sólidas y definitivas se disuelven. Imagine lo que era la Brigitte Bardot y lo que es ahora. Pero eso también pasa con los gobernantes, ¿no? Fidel, por ejemplo, debería haber titulado su famoso discurso ‘La historia me disolverá’, porque el tiempo es inexorable... No hay que creérsela mucho porque de seguro vas a salir trasquilado. Los que se creen el cuento son los que más sufren los embates del tiempo. El Quilapayún, que llenaba tres días seguidos el Luna Park, ahora apenas puede presentarse cada cierto tiempo en Buenos Aires. O te suicidas o escribes la cumbia de lo que se fue. No hay alternativa”.
Otro de los temas que marca la diferencia es “Deca-Densa”, cuyo sonido –de tan intrépido y desfachatado– está más cerca de Los Twist que de cualquier reminiscencia de la vieja nueva canción chilena. “Más que con Los Twist, yo lo compararía más con Los Tres chilenos. De todas formas, lo que sí asociaría con aquella canción chilena es su formato de protesta. Lo defino así porque en el último tiempo en Chile se han caído todos los representantes de la autoridad moral del país, desde el Papa, que ha hecho afirmaciones contundentes de las que ha tenido que desdecirse, hasta los carabineros, que han inventado pruebas para condenar a los mapuches y hasta han mentido para disimular un asesinato alevoso cometido hace algunos días”, explica.
–No sólo ellos. Aparecen otros personajes en la canción...
–Sí. Los militares y los políticos han robado, los jueces han ocultado crímenes, han aparecido por todos lados curas pedófilos, el Tribunal Constitucional se ha transformado en una tercera cámara legislativa, etcétera, etcétera. El “partido del orden” está en bancarrota. Ya no se sabe quiénes son “los buenos y los justos”. Este derrumbe de las instituciones solo puede traer violencia, porque lo que comienza a imperar es la ley de la selva, la única ley que sigue vigente sin contestación en el Chile actual
–¿Cuál es el porqué de “Yo canto desafinado”?
–La explicación está en que no tengo una bella voz. Cómo me decía un amigo músico, yo no canto desafinado, pero tengo una voz rauca. Y la verdad es que muchos músicos la tienen. Juzgar a un cantante por el color de su voz no es serio. Lo importante es qué sentimientos trae esa voz. Y eso es lo que dice esa canción. Adoro a cantantes como Paolo Conte, Joe Cocker y la misma Violeta Parra, que no tienen buena voz, pero son terriblemente verdaderos. Conmueve escucharlos porque la belleza está en el modo tan verdadero cómo dicen lo que dicen. Uno les cree todo. Para mí, esta canción es como una declaración de principios estéticos. Así defino lo que quiero hacer y así quiero que me escuchen los que me escuchen.
–A propósito, ¿por qué sostiene que las personas que aprecian lo que usted hace son las mejores?
–Porque creo en mi música. Es posible que esté chiflado, pero estoy convencido que mis canciones son muy buenas. Ya mi primer disco (Carrasco I, 1996) era muy bueno y es uno de los discos menos conocidos en toda la historia de la música latinoamericana. Aunque curiosamente es un disco de culto, cosa que probablemente también le va a ocurrir a este Carrasco 2. De repente, rara vez, alguien me para en la calle para llenarme de elogios por mi disco. Por ejemplo, hace una semana un señor en un café, emocionado hasta las lágrimas, me pidió que por favor le enviara un link donde pudiera escuchar mi primer disco, porque su música estaba enredada con una historia personal suya y el disco que tenía se le había dañado. Pero creo que no cualquiera descubre su belleza en forma inmediata. La ironía, por ejemplo, exige una cierta inteligencia. Me he dado cuenta que la mayor parte de la gente solo entiende lo que se le dice en primer grado. Se le escapa el segundo sentido. Una vez hice una canción irónica sobre el belicismo. Se llamaba “La tercera no me la pierdo”. Me acusaron de estar promoviendo la tercera guerra mundial. Otra vez puse en Facebook: “Yo propongo que el aeropuerto se llame Augusto Pinochet para que los viajeros sepan desde un comienzo en qué se están metiendo” (risas).
–¿Y no lo entendieron?
–¡Me acusaron de pinochetista! Y era obviamente un chiste. Por otra parte, estas canciones son reflexivas y probablemente no son de gusto general. Mi canción “El amor es un puñal” que habla de lo terrible que puede ser amar se aleja mucho del discurso oficial que afirma que el amor es la cosa más maravillosa del mundo. Nadie dice que el amor es la causa de las mayores desgracias que sufre el ser humano. De repente, ser demasiado verdadero te aleja de mucha gente. ¿Qué duda cabe de que los que saben apreciar estas cosas son los mejores?
–¿Hasta qué punto considera el disco como fruto de la intrepidez o la osadía personal?
–Tal vez lo que llama “intrepidez” sea simplemente un producto de las ganas de decir verdades. Eso siempre he intentado hacerlo con pasión. Creo que toda nuestra generación se caracterizó por eso. También el Nuevo Cancionero argentino tuvo ese propósito. Estábamos cansados de la hipocresía que imperaba en todos lados y nos pusimos a cantar lo que verdaderamente ocurría. Y se hicieron canciones inolvidables, que marcaron una época. Quizá las cosas estaban más claras que hoy en día, en que navegamos en agua turbias. Todo es muy confuso porque, a pesar de los muchos que cayeron por esos grandes ideales, había impurezas en nuestras propias filas. Y ha habido que levantar de nuevo paso a paso una épica colectiva sincera y creíble. Todavía esto está en ciernes, pero estoy seguro de que muy luego vamos a salir del marasmo en que hemos estado para entrar de nuevo en una ola de humanismo y libertad. A mí me gusta estar en la cresta de esa ola, como lo estuvo el Quilapayún en su tiempo; para eso hago mis canciones y para eso estoy cantando, aunque sea solo y oculto.
–Lo de osado era más bien por el sonido, por la estética musical. Dicho de otro modo, ¿qué fue lo que cambió en usted y qué lo que cambió en el contexto para que se dé esta modificación en sus músicas?
–Componer para un grupo es algo menos libre. Tienes que pensar en cosas que comprometan a todos los miembros del grupo. Y eso es bastante difícil. En cambio, hacer música para mí es mucho más espontáneo. Digo lo que me pasa y punto. Lo que cambió es la vida. Ya soy viejo y he pasado por muchas historias. Creo que se derrumbaron muchas cosas en torno a mí, ideales en los que puse mi vida y que no se sostuvieron. Y ahí tienes que inventarte de nuevo. Lo importante es poder salvar lo puro que había en ese pasado. En estos últimos días, unos diputados de la UDI han presentado un proyecto de ley que busca que en los colegios nacionales se enseñe lo que ellos llaman “los crímenes del Che”. Buscan empatar los crímenes de Pinochet con lo que ellos llaman “los crímenes del Che”. Eso me dio la ocasión para pensar qué tenía el Che de grande, que todavía pueda ser levantado como una bandera. Es obvio que su intento de llevar las guerrillas a todo el continente americano era una locura.
–¿Y qué era lo que no era una locura?
–El principio ético que lo movía, el anhelo de justicia, el deseo de mejorar la situación de nuestros pobres, la disposición a todos los sacrificios, incluyendo el de su vida, por lograr un poquito de mayor felicidad para los más necesitados, la ausencia de propósitos personales, de ambiciones de poder, la falta total de codicia, etcétera. Todo esto es algo que sigue plenamente vigente y es digno de toda admiración. Frente a lo que ocurre hoy día en nuestro continente, con los escándalos financieros en que está metida la clase política, el espíritu del Che es un ejemplo. La búsqueda de lo esencial es lo que te permite cambiar y seguir siendo el mismo. Hay cosas que mueren, que se deshacen con el tiempo, pero también está lo que permanece. Si logras encontrarlo, te mantienes fiel a ti mismo, que es lo principal. Pero curiosamente con las canciones siempre algo queda. Nosotros seguimos cantando canciones del pasado glorioso que vivimos y estas han ido cambiando de significación con el tiempo. No han muerto.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario