El Mercurio
Hace diez años la jazzista se radicó en Nueva York y se abrió paso en la escena musical, ganó competencias y se consagró en escenarios de prestigio mundial. Hoy habla de lo más duro de vivir el apagón de la ciudad y de cómo se reinventa en una metrópolis sin espectáculos.
Por Muriel Alarcón desde Nueva York. Ilustración: Francisco Javier Olea.
Casi llegando a Prospect Park por Lincoln Road, colgando de las escaleras de emergencias de sus edificios, en lienzos pintados se leen mensajes como: “Cancelen el pago de la renta” y “Las vidas de los negros importan”. Frente a la ventana corredera de un camión rosado, que parece como de juguete, cinco personas hacen fila con distanciamiento social para comprar un cono de helado.
—Vengo todas las mañanas y las tardes aquí. Es sagrado, necesito mucho la naturaleza, me hace muy bien —dice Melissa Aldana, 31 años, una de las saxofonistas más respetadas de Nueva York.
Son las 8 de la noche y el sol y la humedad pegan todavía fuerte. Melissa camina a paso rápido, ocupando una mascarilla negra y se adentra a Prospect Park, el Central Park de Brooklyn, lleno de árboles, sombras, puentes de piedra y calles serpenteantes recorridas por ciclistas. Aquí pasa gran parte de sus días, después de un confinamiento voluntario que la tuvo cerca de cuatro meses varada en la misma ciudad.
En Nueva York, donde vive hace diez años, la cuarentena siempre fue un asunto opcional para sus residentes. Incluso cuando, en abril, se convirtió en el foco mundial de la pandemia del coronavirus, con 800 muertes reportadas a diario, y luego, en mayo, fuera uno de los puntos de las movilizaciones ciudadanas en respuesta al racismo policial tras el asesinato de George Floyd.
A Prospect Park, Melissa viene a caminar. También a tocar el saxofón con sus músicos en un rincón al que solo ellos saben llegar. Melissa y sus músicos tocan, pero sin público.
—Poder volver a hacerlo es un privilegio. Me ha hecho muy bien para el espíritu. Me ha motivado mucho. Estoy contenta y agradecida por tener esto, que es un contexto, con lo que estoy estudiando y con lo que estoy tratando de hacer.
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Si las cosas hubiesen sido como estaban planificadas, este 2020 su saxofón la habría llevado a países como Finlandia, Alemania, Italia o Inglaterra, entre otros. Pero Melissa Aldana no tiene planes de moverse. Estos meses de encierro su vida ha transcurrido entre conciertos y festivales online, Lives en los que mantiene conversaciones en línea con sus seguidores y clases particulares por Zoom y Skype que ella misma promociona por sus redes sociales a chilenos, pero también a aprendices de otras partes.
—Me gusta mucho enseñar. No es un problema. Aprendo mucho teniendo que hacer clases a buenos y a malos estudiantes.
A Brooklyn llegó a vivir hace solo unas semanas, cuando abandonó el departamento en el que vivía en Harlem, a unas cuadras del río Hudson, para venirse a vivir a una pieza en la casa de su amiga, la músico Camila Meza, al otro costado de la ciudad. “Se siente como que hay una comunidad”, dice de su nuevo barrio.
—Tengo muchos amigos chilenos que viven por acá. Amigos americanos. Amigos de todas partes. Veo a gente todos los días. Dentro de todo se siente como más en casa.
Antes del confinamiento por la pandemia, Melissa dio su último concierto en vivo el 14 de marzo pasado. Entonces volcó su vida profesional puertas adentro. Con presentaciones suspendidas y salas de jazz de culto cerradas hasta nuevo aviso, el apagón temporal de la ciudad para ella “ha sido un shock”.
—Para mí es muy nuevo darme cuenta de que (el lugar) por el que uno ha luchado toda su vida ya no existe. Nueva York, (la ciudad) por la cual yo me mudé, en la cual yo he vivido tantos años, ya no existe. ¿Qué quiero hacer? ¿Dónde quiero vivir? No sé. Mentiría si digo: “esto es lo que pienso”. Son muchas cosas en las que pienso.
Por estos días recibe invitaciones de clubes de jazz legendarios de la ciudad como el Smalls, en el Greenwich Village (reconocido, entre músicos, como el semillero de nuevos talentos), y Jazz Gallery, un centro cultural de jazz en el midtown (que funciona en el quinto piso de un edificio de la calle Broadway). Este último ofrece residencias y talleres, y a Melissa le gustaba venir cuando todavía se podía ver jazz en vivo. Ahora estos lugares han innovado en su formato, tal como lo han hecho algunos eventos deportivos. Organizan espectáculos en sus locales, sobre sus icónicos escenarios, y ocupando la iluminación baja de siempre, pero al modo pandémico: sin público ni aplausos.
—Con todo lo que estamos viviendo, estoy muy contenta de tener la posibilidad de tocar. He estado pasando por un proceso más personal y musical, entonces no me estoy preocupando ni cómo es (el presente) o cómo va a ser el futuro. Estoy intentando vivir el día a día. No es algo que me lo haya planteado. Nueva York no va a ser el mismo, pero el mundo no va a ser el mismo tampoco. ¿Cómo puedo tratar de aprovechar este tiempo para que no pase en vano a nivel personal y a nivel musical? Pienso cómo puede estar presente (este momento), en vez de estar preocupada de lo que va a pasar o no. Creo que es la forma más sana de llevar esta situación.
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Melissa Aldana aprendió el jazz gracias a su papá, el saxofonista chileno Marcos Aldana, hijo del saxofonista Kiko Aldana, director de la banda de música tropical Huambaly.
—Pero de mi abuelo no me acuerdo. Él murió cuando yo era muy chica —dice Melissa Aldana, quien creció en una casa antigua, en la comuna de Independencia, escuchando a Charlie Parker y a John Coltrane. Su padre montaba ahí su academia musical.
—Nunca tuve una buena relación con Marcos. Crecí con un asunto familiar medio conflictivo que yo creo fue el empujón grande para irme a Estados Unidos y no querer volver más. Yo creo fue un escape de Marcos y de la familia. Ahora tengo una muy buena relación con mi mamá y con mi hermana, pero con él no tengo ninguna —dice y luego agrega:
—Él me enseñó a tocar saxo, pero eso no significa que yo tenga que tener una relación con él o estar agradecida, porque yo no sé quién es. No nos conocemos.
Melissa Aldana llegó a vivir a Nueva York una semana después de haberse graduado de Berklee College of Music en Boston, Massachusetts, la universidad de música contemporánea más grande del mundo, con una lista larga de exalumnos ganadores de premios como el Grammy, Emmy y Tony Awards. Había llegado a vivir a Estados Unidos en 2007 becada, tras intensos años de estudio en Chile.
Tenía 21, tenía el talento y tenía la determinación de que su viaje era uno sin retorno.
—Cuando yo tomé el avión desde Chile para venirme, sabía que no iba a volver. Yo creo que en gran parte es porque no tengo ese apego familiar. Siempre he estado sola. Esa transición no fue tan difícil. Lo que me costó mucho fue aprender a hablar inglés. Y luego acostumbrarme a la cultura, y entenderme yo como adulta, crecer, entender relaciones, con amigos, como el típico desarrollo.
Reconoce que a Nueva York “se mudó súper a las locas”.
—No lo haría así de nuevo.
Para integrarse al circuito, empezó a tocar todas las noches en Smalls.
—Fue mi inicio en Nueva York. Fue como conocí gente, como empecé a tocar conciertos, como empecé a armarme y a crecer.
En 2013 ganó el Thelonious Monk, la competencia de jazz mundial más importante para menores de treinta años. Fue la primera sudamericana y la primera mujer instrumentista en conseguirlo. Y su nombre pasó a sonar en circuitos más sénior, en los que le empezaron a pedir ‘exclusividad'.
—Pero yo siempre trato de negar el hecho de que ‘porque soy mujer' debería estar orgullosa por el Thelonious Monk. Siempre he querido que me consideren más como músico. Yo estaba en el lugar adecuado en el momento preciso. Eso abrió muchas más puertas rápido.
El premio le permitió ahorrar, comprarse un piano, estabilizarse y la puso en el mapa de los talentos que hay que mirar. Hoy está a la espera de presentarse online en 2021 en el Village Vanguard, un club abierto en Greenwich Village en 1935. De acuerdo con The New York Times “el mejor club de jazz en Nueva York y posiblemente de cualquier lugar”, donde se han presentado leyendas como John Coltrane y Bill Evans. A pesar de cerrar el 16 de marzo —tres semanas después de su cumpleaños número 85—, para ella hoy significa su máximo orgullo.
—Es como lo mejor que te puede pasar como músico de jazz aquí en Nueva York. Es un lugar donde se grabaron los discos de jazz más importantes, es donde todos mis héroes tocaron.
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Melissa aparece en un cuadrado por Zoom con su saxofón dorado. Delgada y minúscula, sentada de cara a su computador, audífonos inalámbricos negros, con el pelo tomado, los ojos cerrados, el ceño fruncido, las cejas arqueadas, toca con fuerza la balada “Spring can really hang you up the most”, original de la poeta y compositora estadounidense Fran Landesman. Los auditores de su live-stream se multiplican en segundos. 103, 180, 208.
—Lo sentimos mucho. Teníamos muchas ganas de estar ahí con ustedes presentando nuestro último proyecto —dice Melissa a sus auditores virtuales. La acompañan, en pantalla, los músicos estadounidenses Sam Harris, Joel Ross y Kush Abadey, también desde lo que parece el living de sus casas.
Su más reciente proyecto es “Visions”, un álbum musical inspirado en la obra de Frida Kahlo y que incluye la improvisación del solo que la llevó a ser nominada este año a los premios Grammy en la categoría de Best Improvised Jazz Solo. “Visions” es también el resultado de un trabajo terapéutico.
—Es como abrazar tu historia, y representarla en el arte. Yo no tengo la familia ideal, pero esta soy yo. Esta es Melissa. Y el hecho de no haber tenido un suelo firme me permitió crecer y ser madura desde chica. Yo partí de la nada en Nueva York. Saber que no iba a contar con nadie si me pasaba cualquier cosa, me hizo fortalecerme desde chica, y estar clara en lo que quería hacer.
Un auditor virtual le pregunta: “Cuando compones, ¿confías más en tu inspiración o en la experimentación?”
—Yo creo que en la experimentación —dice ella, muy atenta a la cámara —. Quiero decir, obviamente hay días donde me siento y puedo escuchar, y todo fluye muy fácilmente, pero eso no ocurre siempre. Lo trato y soy disciplinada con esto. Tiene que ver con compromiso y con tratar de sacar ideas cada día.
Pero Melissa dice, más tarde, en privado, que le cuesta. No le ha sido fácil compartir su proceso personal en estas “sesiones” online que en tiempos pandémicos se han convertido en el lugar donde los músicos hoy se muestran en pantalla sin sus instrumentos.
—Me ha costado. Porque todo el proceso (creativo) es súper personal. Me siento como muy desnuda frente a la audiencia. Qué es lo que estás haciendo, qué es lo que estás estudiando. Yo estoy como en un período donde uno está con uno mismo, replantéandose y tratando de mejorar. Compartirlo se me hace difícil.
Melissa dice que estos meses se ha vuelto a conectar con la primera vez que tocó saxofón.
—Con ese mismo sentimiento que uno tiene de niño cuando está enamorado del instrumento. Recuerdo cuando quería practicar, absorber información y saber lo que más pudiera. Si bien siempre practico, hoy lo hago en una forma más profunda y consciente. Me he vuelto a encontrar con esa esencia del músico y de su instrumento.
Cuando empezó la cuarentena, meses atrás, imaginó que este sería un tiempo disciplinado, con prácticas diarias de diez horas y un período “de aprender esto y esto otro”.
—Yo me he sentido forzada a lidiar con cosas a las que hasta ahora no me había visto enfrentada, por la vida que llevaba, siempre viajando o trabajando. Ahora estoy tratando de estar sana. Haciendo ejercicios. Tratando de hacer lo que sea que me ayude a mantener mi mente estable y positiva.
La pausa —la de ella y la de la ciudad— la ha llevado a ver en su encierro una oportunidad.
—Evado mucho las cosas. Y este es un buen momento para pensar en mí misma. Aunque lo creas o no, siendo tan independiente, como que me cuesta mucho estar en silencio y tener tiempo para pensar. Es un privilegio como artista poder tenerlo.
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