domingo, abril 21, 2019

Séptima Sinfonía de Mahler: donde el pasado sucumbe a las urgencias del presente

El Mercurio

JUAN PABLO GONZÁLEZ
Director de Extensión del Instituto de Música, Universidad Alberto Hurtado
Música
El Mercurio

Las sinfonías de Mahler sufrieron con la crítica de su época, que las consideraba "excesivamente largas, demasiado fuertes y algo discordantes". Pero 50 años después de la muerte del compositor, su música vivió una resurrección de la mano de la tecnología y de grandes directores.



A fines del siglo XIX, la orquesta sinfónica llegaba a los límites de su crecimiento debido a la confluencia de factores técnicos, artísticos y empresariales. Al mismo tiempo que los instrumentos de viento perfeccionaban sus mecanismos de emisión del sonido, incrementando su volumen y precisión, aumentaban los músicos formados en los nuevos conservatorios y se consolidaban las orquestas profesionales, tanto en Europa como en Estados Unidos. Este era el panorama que le esperaba a Gustav Mahler (1860-1911) al inicio de su carrera artística en 1880, volcada más a la dirección que a la composición.

Conocido como un director exigente, Mahler siempre se esforzó por lograr la máxima precisión y compromiso de los intérpretes que actuaban bajo su dirección, lo que muchas veces le valió la antipatía de músicos y administradores. "Nunca había yo imaginado una palabra tan precisa, un gesto tan autoritario, capaces de reducir a los demás a una obediencia ciega", señala su discípulo, amigo y biógrafo, Bruno Walter, pionero en el rescate de su obra. A los 30 años de edad, Mahler ya era considerado un maestro en la conducción de las grandes orquestas de la época, y bajo su batuta desfilarían, entre otras, la orquesta de la Ópera de Hamburgo, la Filarmónica de Viena y la Filarmónica de Nueva York, que dirigió hasta poco antes de su muerte.

Debido a su nutrido calendario de conciertos, Mahler solo podía componer con tranquilidad durante los veranos, retirándose con su esposa Alma y sus dos hijas a orillas de un lago en Austria, donde creaba en estrecho contacto con la naturaleza. Lo que escribía entre julio y agosto, lo orquestaba el resto del año en los momentos que su intensa labor como director se lo permitía. Luego revisaría una y otra vez lo escrito, indicando hasta el más mínimo detalle en su grandiosa obra. Con este método de trabajo, Mahler nos legó 10 sinfonías, cinco ciclos de canciones con orquesta y dos ciclos de canciones con piano.

En sus sinfonías, Mahler logra reconciliar dos vertientes de la música del siglo XIX que parecían estar en las antípodas: la persistencia del formalismo clásico en la obra de Schumann y Brahms, por un lado, y el impulso hacia la música descriptiva, iniciado por Berlioz y coronado por Liszt. De esta manera, junto con el uso de la forma sonata clásica y sus derivados, en las sinfonías de Mahler abundan los títulos descriptivos, como si se tratara de verdaderos poemas sinfónicos. La primera es conocida como "Titán"; la segunda, "Resurrección"; la tercera, "Sueño de una mañana de verano"; la quinta, "Gigante"; la sexta, "Trágica"; la séptima, "La canción de la noche", y la octava, "Sinfonía de los mil".

Su Séptima Sinfonía en cinco movimientos, estrenada en 1908 por el propio Mahler en Praga y grabada recién en 1953 por Hermann Scherchen, recibe su nombre a partir de los dos movimientos pares de ambiente nocturnal o Nachtmusik. El primero, Allegro moderato, aparentemente inspirado en la pintura "La ronda nocturna", de Rembrandt. Entre estos dos movimientos se ubica un scherzo de raigambre beethoveniana, que anticipa el brillante rondó final, el que incluso tiene rasgos dieciochescos. Si a esto sumamos que el movimiento inicial tiene forma sonata, tenemos un claro ejemplo de esa búsqueda de reconciliación entre la persistencia del formalismo clásico y su disolución. Esto le causaba dudas al propio compositor, debido al peligro de ser catalogado de ecléctico. De hecho, sus sinfonías fueron condenadas por los críticos de la época como "excesivamente largas, demasiado fuertes y algo discordantes". Mas aún, la prensa de Nueva York llegó a decir que su música no le sobreviviría, lo que efectivamente sucedió después de su muerte. Lo que los críticos no sabían es que más tarde resucitaría.

Los movimientos centrales de su Séptima Sinfonía son de raigambre expresionista, con una música más abstracta y desfigurada, propia de los cambios que venían en el siglo XX y que Mahler ya percibía. Se trata de los sonidos de un mundo exquisitamente decadente, con resabios desfigurados de una tradición condenada a transformarse o morir. En su obra se manifiesta una obsesión por el sentido del sufrimiento humano y por las interrogantes que despierta la muerte. De hecho, la muerte siempre rondó la vida de Mahler, pues solo la mitad de sus 13 hermanos llegaría a la adultez y, además, perdería a su hija María a los cinco años de edad. Esto acentuó su espíritu trágico y sus interrogantes metafísicas, algo que ni el propio Sigmund Freud pudo ayudarlo a resolver. Su Sexta Sinfonía, "Trágica", es testimonio de todo esto.

Con grandes volúmenes sonoros, agudos contrastes temáticos y prolongados pasajes suspendidos, Mahler parece interrogar las profundidades del alma, develándonos desde el sonido la superación del sufrimiento y la trascendencia hacia lo desconocido. Con su música, Mahler nos enfrenta a la epopeya de un héroe atormentado que parece transitar por los retazos de un romanticismo agonizante. Es el héroe en su ruta hacia el cadalso en medio de fanfarrias que anuncian la muerte de una época, con la esperanza de su persistencia en la memoria.

Gracias a los esfuerzos de Bruno Walter y a la labor de dirección y grabación realizada por directores como Leonard Bernstein, las sinfonías de Mahler se hicieron más conocidas a partir de la década de 1950. Esto coincidía con la aparición del disco de larga duración, o long play , y del sistema de alta fidelidad, que permitía escuchar en casa sus extensas sinfonías en unos pocos discos que reproducían fielmente desde las pequeñas sutilezas hasta el enorme poder del sonido sinfónico. Además, con la aparición de una nueva generación de auditores a mediados del siglo XX, quedaba atrás la polémica sobre la supuesta decadencia posromántica de Mahler, que había opacado su reputación durante el modernismo de entreguerras.

La creación de la Sociedad Internacional Gustav Mahler en Viena, en 1955, con Bruno Walter como su primer presidente y Alma Mahler como socia honoraria, permitió realizar la edición crítica de su obra y también organizar las conmemoraciones de los diferentes aspectos de la vida del compositor. De este modo, empezó a despertarse entre el público una pasión tan grande por Mahler, que ha llegado a transformarse en ídolo y objeto de culto, como si fuera una estrella de rock. Es así como sus seguidores coleccionan estampillas, postales, camisetas y medallas con su esfinge. Incluso, cada 7 de julio, los mahleristas celebran el cumpleaños del compositor escuchando sus 10 sinfonías en forma continuada durante todo el día, esperando que todos sean tan mahlerianos en casa.

Mahler llegó a los límites de la tonalidad, preparando el terreno para su disolución. De este modo, Schoenberg, quien sistematizó lo que vendría después, le dedicó su famoso Tratado de Armonía en un gesto de reconocimiento a un maestro que su época no supo comprender. En su "In Memoriam a Gustav Mahler", publicado en 1912, Schoenberg nos habla de Mahler como de un santo. Cualquiera que lo haya conocido, afirma, debió haber tenido esa sensación. De hecho, pocos lo honraron en vida y muchos reaccionaron frente al santo martirizándolo, haciendo que dudara del propio valor de su obra. La incomprensión del artista por el público de su tiempo -tan común en la época contemporánea- tuvo una de sus primeras víctimas en Mahler, quien mereció conocer en vida el afecto y la pasión que tantos sentimos por su música.

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