Por Patricio Jara
En su edición de noviembre pasado, la revista norteamericana Decibel publicó una nota con George Fisher, vocalista de Cannibal Corpse. El tema central era el nuevo disco, que los traerá a Chile en septiembre, sin embargo lo de veras interesante fue cuando Fisher explicó que para él lo más difícil de enfrentar como músico ha sido alejarse de su mujer y de sus hijas debido a las giras. Incluso habló del momento en que iban a dejarlo al bus y las chicas le pedían que no se fuera. Una vez estuvo a punto de decir a sus compañeros que hasta ahí llegaba.
Cannibal Corpse es una banda destacada a nivel mundial. Comenzaron hace treinta años y llevan una decena de álbumes. Su sonido extremo va acompañado de letras explícitas y carátulas que han generado bastante conflicto. Partieron tocando a los veinte, por lo tanto es cosa de tomar la calculadora y sumar. Hoy contamos tres generaciones a partir de ellos como referentes.
Conozco a Cannibal desde los tiempos en que publicaban demos en casetes y respondían entrevistas por carta. Pero eso es lo menos relevante comparado con la reflexión de Fisher sobre crecer y hacerte viejo fiel a la misma música. No es fácil explicarlo. También tengo dos hijas chicas. Ellas saben perfectamente qué es Slayer pero no las obligaría a escucharlo. No es necesario. “Papá, ese señor está cantando palabrotas”, dicen.
Tampoco creo que el metal sea un estilo de vida, porque la vida tiene muchas otras cosas, dentro de las cuales la música, como el fútbol, está entre las más importantes de las menos importantes. Prefiero que sea una manera de ver el mundo y, por lo tanto, vaya hacia adentro antes que hacia afuera. Te gusta la banda y después te pones la polera. Si sólo usas la polera entonces eres un póser. Aunque también eres un póser si compras un libro y no lo lees.
En los años formativos, conocer el mundo implica acercarte a sus formas de representación. La música es una y, en lo específico, el metal (junto con el punk) son las que tienen, en paralelo al sonido, un imaginario poderoso, lleno de códigos, algunos bastante idiotas y cavernarios, es cierto, pero siempre vigentes. El arte que se mantiene es el que habla de lo que existe. Y el metal (como una variante del buen rock) representa el sonido de la tribu, el de los tambores que retumban. Si alguna vez se acaba, será porque sus músicos lo decidan. No vendrán órdenes desde arriba (desde abajo es más probable).
Nunca ha sido una música optimista. No es bella en términos convencionales. Ni siquiera en la excelencia y virtuosismo de sus músicos. Pero el mundo tampoco lo es. La literatura, la pintura, el cine y la prensa se encargan de corroborarlo a diario. Es su deber.
Hoy muchos dicen que el metal pasó de ser peligroso a ser rentable. Es cierto: su estética fue absorbida por el gran pulpo. En las multitiendas ahora encuentras poleras de AC/DC para la dama y de Ozzy para el varón. Pero eso ocurre en la superficie. El metal construyó su propio ecosistema desde el underground y su reserva moral y su ética están en la autosustentación. Así es desde siempre: un caminito al costado del mundo que seguirá en pie aun si se derrumbara aquello que conocemos como industria cultural. No la necesitó ni la necesita. Si de verdad te gusta la música, siempre podrás arreglártelas para encontrarla y, de paso, encontrar a otros iguales a ti
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