Gonzalo Saavedra
Cultura
El Mercurio
Escrita hace ya 106 años, "La consagración de la primavera" de Stravinsky sigue siendo un desafío mucho mayor para los intérpretes que para el público: a diferencia del desastroso estreno parisino como ballet, hoy este monumento se atiende de la manera más receptiva y el aplauso está asegurado, salvo que la orquesta no se la pueda. Pero si tenemos una versión madura, con un encuadre preciso, como la que ofrecieron el director chileno Helmuth Reichel y la Orquesta Sinfónica de Chile, se consigue un éxito rotundo, tal como el que tuvo lugar el viernes, en el teatro del CEAC.
Reichel es escueto en sus indicaciones, pero su pulso es tan exacto y su vigilancia de los detalles tan efectiva, que hizo que la Sinfónica sonara como nunca con esta obra. Su concepción es estricta, pero deja su huella personal en los silencios extendidos, llenos de misterio, en el contraste de tiempos más lentos y más rápidos que lo habitual, así como los bien construidos crescendos, con un volumen controlado en todo momento; y también en ciertos ritardandi para mostrar, por ejemplo, los exquisitos glissandi (notas deslizadas en un continuo) en los trombones. O al final de la primera parte, "Adoración de la tierra", una batahola magistral que, sin una mano segura, puede devenir en caos. Nada de eso. Aquí la Sinfónica sonó a un tiempo rigurosa e inspirada. Las maderas estuvieron excelentes, notable el corno inglés de Rodrigo Herrera en dúo con la flauta baja de Hernán Jara, opuestos en sus ubicaciones, y que sirven como preludio tenebroso a la danza sacrificial. Reichel hizo una entrega justísima que coronó con un compás final que tiene interpretaciones muy diversas y que aquí, precedido de otro de sus estudiados silencios dramáticos, sonó en un solo y gran impulso. El teatro, prácticamente lleno, agradeció largamente.
El concierto había comenzado con la "Suite Panambí" Op.1a (1937), del argentino Alberto Ginastera, originalmente un ballet más extenso que toma una leyenda guaraní y la expresa con ecos de la música local pero influenciadas por el "El mar" de Debussy y, justamente, "La consagración" de Stravinsky. Eso se hace evidente en las partes en las que la percusión tiene mayor protagonismo, con Juan Coderch y Gerardo Salazar en los timbales.
Y luego, el Concierto para clarinete (1948) de Aaron Copland, cuyas influencias van desde Satie a, de nuevo, Stravinsky, desde el ragtime hasta algunos bailes brasileños, y que fue servido extraordinariamente por el primer clarinete de la Sinfónica, el venezolano David Medina. Sin la menor duda, el solista transitó por los ánimos diversos de esta obra, mostrando un timbre sensual que cautivó a la audiencia. Luego de la ovación, Medina ofreció, como encore , un sentido arreglo de "Te recuerdo Amanda" de Víctor Jara, para clarinete y arpa (Maria Chiossi, excelente), compuesto por Cristóbal González.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario