Ernesto Ayala
Cuando la música docta o sinfónica comenzó a exigir serios esfuerzos de parte del auditor pasada la primera mitad del siglo XX, después de Mahler, Ravel, Joaquín Rodrigo o los primeros trabajos de Stravinski, la música hecha para cine empezó a ocupar parte de la tierra abandonada. La funcionalidad que el cine le exige a la música, el que haga de comparsa y no de protagonista, el que ayude a profundizar atmósferas o emociones en juego y no que sea un ruido que distraiga (cuestiones que por supuesto no siempre se logran), la mantuvo cerca de donde la música sinfónica siempre estuvo: apegada a la melodía. De la enorme producción de música para películas del siglo XX aparecieron melodías que comenzaron a acompañarnos en la vida cotidiana, sumándose a las recurrentes de Bach, Mozart, Beethoven o el mismo Ravel. Ennio Morricone (1928-2000) fue una de las estrellas de esa tendencia.
El sitio web Imdb, dedicado al cine, registra que entre 1960 y 2016 Morricone compuso música para 369 largometrajes de ficción. Si a eso se agrega lo que hizo para documentales y la televisión suma casi 500 trabajos. Prolífico es poco decir. Pero quizá hubiera bastado un solo trabajo para ponerlo en el estrellato pop con que Morricone ha sido homenajeado la semana de su muerte: la música compuesta para “La Misión” (1986), de Roland Joffé. La cinta no ha envejecido bien posiblemente, pero la pieza que Morricone hizo para un oboe acompañado de un clavecín lleva tocándose por al menos dos décadas en cuanta ceremonia religiosa puede permitirse un pequeño conjunto musical. De haber podido cobrar esos derechos de autor, Morricone hubiera podido gozar seguramente de otro departamento palaciego sobre la Piazza Venezia.
Ahora, en la categoría de música sinfónica para todos no está solo. Si bien es cierto que ciertas piezas que hizo para “El bueno, el malo y el feo” (1966) y otras cintas de Sergio Leone hoy gozan también del estatus de lugar común, tiene en esa categoría la dura competencia de John Williams, que solo de la “Guerra de las galaxias” (1977) sacó tres hits memorables, a los que hay que sumar los logrados para “Tiburón” (1975), “Superman” (1978) y “Los cazadores del arca perdida” (1981).
John Williams, sí, es norteamericano y conectó con la generación de Spielberg, Lucas y la revolución del cine de espectáculo de fines de los setenta. Morricone era furiosamente italiano, nunca dominó bien el inglés y a este lado del Atlántico trabajó muy poco con directores importantes; entre otros, dos veces con Brian de Palma; una, con Terrence Malick, John Carpenter, el olvidado Phil Joanou y Mike Nichols, además de, claro, con Tarantino, que lo rescató en 2015, con casi 87 años de edad, para “Los ocho mas odiados”, trabajo que le dio el único Oscar ganado en competencia de su carrera (Williams, a todo esto, lleva cinco).
En la limitada oportunidad de trabajar más en películas importantes puede haber influido, todo hay que decirlo, el hecho de que su música carece de cierta tensión esencial propia de los grandes compositores para el cine, como Dimitri Tiomkin, colaborador habitual de Hawks; Bernard Herrmann, fundamental en Hitchcock; Danny Elfman, quizá su heredero más cercano, o el propio Williams. Morricone compuso melodías pegajosas, fácilmente digeribles, a veces decorativas, a veces sentimentales y a veces derechamente melosas. La cercanía que tuvo con Giuseppe Tornatore a partir de “Cinema Paradiso” (1998) no hizo más que acrecentar cierta tendencia al sentimentalismo. Cuando la música es evidente y unívoca en su lectura, en su invocación a una sola emoción, exenta de ambigüedades, de humor o de sexo, deriva fácilmente al kitsch.
Su mejor trabajo, en la pequeña porción a la que hemos tenido acceso, estuvo, posiblemente, con Leone, con quien se conocía desde el colegio. Con arreglos innovadores, el uso de guitarras eléctricas e instrumentos muy poco usuales tanto entonces como ahora, Morricone fue fundamental en determinar la atmósfera vacía, extraña, y el tono crepuscular de los westerns del italiano, al punto de sacarlos desde la categoría de cine B, donde fueron producidos, para encumbrarlos a piezas de culto, de arte o como se quieran clasificar hoy. Dicho en corto, sin Morricone es muy posible que Leone hubiera pasado al olvido de los tiempos. Leone, a su vez, hizo de Morricone una figura, un personaje, que luego se sentiría cómodo para regalarnos melodías llenas de sentimientos fáciles de seguir.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario