Por José Miguel Ibáñez Langlois
Más allá y más acá del ámbito literario, Nicanor Parra ha sido en Chile un punto de referencia casi obligado, a partir del lugar céntrico (o más bien excéntrico) que ha ocupado en los amplios dominios de la cultura nacional: las artes, las ciencias, la política, los medios de comunicación... Lo notable es que ha jugado ese papel cívico de gran alcance sin tener tribuna ni cátedra ni cargo alguno en la polis: ha irradiado ese influjo liberador desde su sola creatividad verbal, desde su solo sentido del humor (con frecuencia negro), por el solo poder de su palabra poética y antipoética.
En el orden literario, durante muchas décadas -quizá desde la muerte de Neruda en adelante- Parra fue el poeta vivo más importante de la lengua castellana. Más importante que Borges, que Paz, que Cardenal, que cualquier español: más audaz que ellos, y más auténtico.
Porque en vez de hacer de arcaico, de esotérico, de erudito, de europeo, de místico, de subversivo, él vivió y escribió desde sus propias raíces criollas, como si no hubiera salido nunca de la ruralidad de la provincia chillaneja. Y fue precisamente desde allí que hizo vivir y hablar a cuanto personaje dramático se le ocurrió inventar: el energúmeno, el predicador, el galán sinvergüenza, el difunto, el cronista, el neurótico, el sabio oriental, el alma en pena, el publicista, el payaso, el propio antipoeta con su voz lírica y sufriente... Y a todos esos hablantes supo darles una voz respectiva e idiosincrásica.
Pero cuán importante haya sido Parra a la larga, solo el tiempo lo dirá, no solo por el valor general de esta regla de juicio, sino porque en particular la naturaleza de su obra, tan innovadora, tan limítrofe con el habla de la calle, tan como de bailarín al borde del abismo, hace más difícil aún adelantar ese veredicto.
Hablando en presente, sin embargo, esa misma circunstancia vuelve hoy más valiosa su aventura de escribir en los límites de la palabra poética: cada vez más lejos de lo "literario" y de los recursos de la retórica poética convencional. Por ese arriesgado camino debió él sortear los peligros de la obviedad, de la vulgaridad, de la mera humorada. Y, para decirlo en forma positiva, por ese camino consiguió sondear las honduras más sutiles y más difíciles que subyacen al lenguaje desnudo y claro, las profundidades recónditas del habla llana, a la manera de un romano del siglo de plata, de un pícaro romancero medieval, de un castizo Quevedo o de un moderno Pound.
En ese sentido podemos llamarlo el más realista de los surrealistas, y el más surrealista de los realistas, lo que viene a ser lo mismo, y lo que no es poco decir.
Asumir tales riesgos hizo posible al antipoeta alcanzar una identidad (no una mera originalidad: una inconfundible identidad), y a la vez irradiar, por las vías más imprevisibles, una cálida humanidad personal, que es como la señal misma del contacto del escritor con su propio destino.
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