La Tercera
El pasado 16 de junio, la cantante chilena llegó hasta los estudios Capitol Records, uno de los más importantes del planeta, para grabar bajo la mirada de uno de los miembros de The Mars Volta su nuevo álbum, el que se perfila como el más ambicioso de una carrera que aún no conoce su techo.
Por Pablo Scarpellini
“Así, bien valdría la pena grabar dos discos cada año”. La sentencia de la artista es producto de la euforia. No todos los días se graba un disco de un solo golpe en el edificio de Capitol Records de Los Angeles con una banda en vivo. Por eso, Mon Laferte reparte abrazos sentidos a derecha e izquierda. Las declaraciones de amor eterno se suceden y las risas contagiosas también. Todo ha salido redondo.
“Estoy que me cago de la emoción”, espeta sin ningún tipo de rubor desde la cabina donde ha estado cantando durante casi una hora. En su salsa, dueña de su propio ecosistema.
Cada álbum es como un parto, una vida que empieza con la esperanza de que discurra por multitud de avenidas y despierte un río de emociones. De este se puede decir que ha iniciado su andadura con buen pie. Nunca será igual a otro, el sexto en el historial de la solista más importante del panorama actual en Chile, referencia en el resto del continente americano.
Aunque todo se ha parido como una sorpresa para sus seguidores, del disco ya se conocen algunas coordenadas. Como el hecho de que toca unos cuantos géneros y que es pura pasión y desgarro. Hay salsa, notas de jazz, cumbia y la carga pesada del bolero sentimental. No falta nada en un disco a la medida de Laferte, marcado por su voz educada y su dulce timbre que a veces echa en falta un chorro más caudaloso, pero que a la postre siempre termina por imponer su ley.
También queda la fecha de su paso por Capitol Records, el sábado 16 de junio, los mismos estudios por los que han pasado Frank Sinatra, Nat King Cole, Paul McCartney, Bob Dylan, Sting o Coldplay, por nombrar unos cuantos de una lista infinita. De ahí la emoción de lanzarse a cumplir con esa inquietud que tenía la artista desde hacía un tiempo, según sus más allegados.
Vestida con un blusa estampada, unos pantalones formales color café y unos zapatos planos, Laferte entra como un golpe de brisa fresca en una sala de grabación donde ya casi no cabe un alma. Desde hace unos minutos la están esperando amigos, compañeros y representantes para ser testigo de un momento trascendental en su carrera.
Saluda a cada uno de los presentes con especial atención y sincero cariño. Destila su forma de ser tranquila y pacífica en cada gesto. A algunos amigos mexicanos de Los Angeles hacía tiempo que no los veía y se desata la euforia antes de tiempo.
“Esto es un poco kamikaze”, reconoce desde la cabina. “Me tomé seis meses de descanso y después me lancé a hacer esto”. La emoción es evidente, presagio de una fórmula directa y honesta de grabar un disco que no puede salir mal.
Del otro lado del cristal, el productor a cargo del experimento camina con aires de inquietud, Omar Rodríguez-López, el hombre de The Mars Volta y At the Drive-In, legendario en lo suyo tras una letanía de discos con su sello en el morral. Laferte entra y los dos se funden en un abrazo, deseándose suerte.
Unos minutos más tarde, suena la primera de la terna de canciones programadas. Ella, encerrada en una pequeña cabina con su micrófono de estudio. Lo llama “mi casita”. El resto de la banda, distribuidos por una sala forrada en madera. Se alcanzan a contar 10 músicos entre trompetas, flautas, piano, bajo, percusión, batería y saxofón.
Un minuto y medio más tarde, surge la primera interrupción inesperada. “No se están grabando las flautas”, alertan desde la mesa de grabación. No pasa nada, se vuelve a comenzar. Es la primera de dos interrupciones. El resto, de golpe, del tirón, en una sola toma, con la cadencia de una obra de teatro que comienza con un tema de blues e instrumental más clásico, y que después se va adentrando en sonidos que recuerdan a la Cuba de Batista y otros más románticos como el quinto de la lista.
Mon sonríe entre tema y tema y hace guiños a sus músicos. “El que toque más bonito, puede beber más”, bromea con dulzura, acostumbrada a acabar con los silencios entre canciones durante los conciertos. Luego suena un mambo, una cumbia animada y otra más sentimental que recuerda a Nina Simone y que libera un cierto aire de melancolía en la sala. “Esto se está poniendo cada vez más triste”, admite con la voz ya rodada, sensacional en el esfuerzo y la interpretación de cada tema.
Es casi el remate a una tarde inolvidable, el homenaje a los sonidos de otras épocas, a la incandescente cultura latina que cada vez mama más de sus raíces. La diva de Viña del Mar (2 de mayo de 1983) no cabe en sí del gozo. No se cree que tenga ya un disco listo para lanzar, así de sencillo -sobre el papel, claro está- con tan solo un ensayo con los músicos por la mañana para acoplarse antes de grabar.
“Esto es increíble. Estoy muy emocionada”, alcanza a decir desde su “casita” temporal. Ha cumplido con dejar huella en uno de los templos de la música. En el corazón de Hollywood, Mon Laferte se ha hecho un espacio.
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