La Tercera
Su autobiografía, Instrumental, y su vocación opinante lo han convertido en el pianista con la mayor atención del mundo. Para Rhodes, la búsqueda de nuevas audiencias es una cruzada personal: “Que me critiquen me da igual. Mi objetivo es precisamente llegar a nuevos públicos”, dice el instrumentista inglés.
Por Marisol García
Que no existe ni ha existido otro pianista como el británico James Rhodes (1975) no es, a estas alturas, una constatación musical. Su nombre se alza a categorías hasta ahora impensadas para un ejecutante de partituras. “El pianista ‘influencer’”, lo llamó hace poco un diario español, pero incluso esa definición es reducida.
Estrella en los festivales del actual verano europeo, responsable de tres libros y seis discos con su firma, comentarista radial, conductor televisivo y columnista en diarios, Rhodes enarbola su pasión por la música clásica como un credo que se le ha vuelto urgente difundir, incluso contra el celo de sus guardianes:
“La música es de todos y no puede ser que alguien se la apropie”, comenta sin prisa en el rato que ha reservado para un café del barrio Salamanca de Madrid, su ciudad adoptiva hace un año. “Cuando aparece alguien como yo, que desde el escenario habla con la audiencia, que toca en festivales de rock, que da muchas entrevistas, por supuesto que el mundo de la música clásica se pone en guardia. Me enfurece pero no me sorprende en lo absoluto. Y que me critiquen me da igual. Mi objetivo es precisamente llegar a nuevas audiencias. Lo único que de verdad me importa es que más gente esté escuchando a Beethoven y a Rachmaninov, y eso sucede”.
Opinante multifocal en Twitter, además, Rhodes es un hombre con una misión. Tiene hoy frente a él un metafórico megáfono didáctico-activista, y piensa usarlo:
“¿Cuántos músicos clásicos tienen la oportunidad de que se les entregue un micrófono en una radio para hablarles a millones de personas? Y que taxistas, panaderos, se detengan y escuchen sobre Bach, sobre Glenn Gould o Mozart. Y que disfruten, sin necesidad de ‘saber’”, pregunta y sonríe.
Esa convencida promoción de los más grandes compositores la ha logrado a cabo, sin embargo, a cambio de un costo personal considerable. Su pasión por la música, pero también sus fragilidades y sus traumas quedaron hace tres años expuestos a carne viva con Instrumental, un libro autobiográfico que se lee y nunca más se olvida. Rhodes revela allí que su dedicación al piano partió siendo el refugio de los efectos de las violaciones que de los 5 a los 9 años le inflingió un profesor de su colegio en Londres. Nadie lo sospechó, nadie lo ayudó. El violador murió impune. Aprendemos que los intentos de suicidio, autoflagelación, naufragios de pareja y un ir y venir de terapias fueron su rito de paso a la adultez. Hay más detalles de la incesante ansiedad, autoboicots y síndrome de impostor del músico en el más reciente Fugas (en castellano por Blackie Books).
“La palabra ‘confesión’ es equivocada. Confiesas algo que has hecho mal o un delito, y para mí escribir no ha sido confesar ni exponerme”, precisa al hablar de su ejercicio de intimidad en público. “Escribo para hablar de asuntos sobre los cuales creo que debemos hablar más, e intento elegir las palabras con mucho cuidado. Necesitamos afrontar que el abuso infantil sucede, y a cada rato y no parece detenerse. Qué podemos hacer para realmente escuchar a los niños y que se sientan visibles y seguros. Lo mismo entre adultos: hablemos de enfermedades mentales, de violación, de violencia… Hay mucho trabajo que hacer”.
Rhodes habla de usar las palabras precisas, habiendo él mismo recibido dardos verbales que lo han herido por meses. Cita una nota de febrero en el diario El Mundo, y una frase increíble con la firma del crítico David Torres: “A Rhodes lo violaron repetidamente durante su infancia y Bach lo salvó, pero ni siquiera esa experiencia límite lo convirtió en un músico excepcional”.
“No hay lógica para escribir algo así, más allá de que quieras llamar la atención. La prensa debe asumir que tiene mucho de lo que responder en la sexualización de los niños, en la culpabilización de las víctimas, en la hipocresía de sumarse al #MeToo para luego juzgar cómo se ve una actriz de 14 años en bikini. Muchas cosas necesitan cambiar”.
El mejor de los mejores
La cercanía en la charla en vivo de James Rhodes -hombre delgado, ropa de adolescente y voz suave, que sólo a veces toma impulso para mirar a los ojos- es también la de sus recitales: citas con saludo y despedida hablada, y con relatos entre pieza y pieza de valioso contexto para lo que se escucha. “Esos tipos son mis héroes”, dirá refiriéndose a los compositores cuyas anécdotas ocupan esos breves monólogos en vivo. En Fugas, enumera a Chopin, Bach y Beethoven como “mi Santísima Trinidad”, aunque si la conversación cae en Mozart dirá admirado: “Compuso el equivalente a seis CD al año desde que tenía cinco años. ¿Te das cuenta lo que es eso? Esta gente va más allá de la comprensión humana. Es extraordinario. Venían de otro universo”.
– ¿Qué tan familiarizado estás con la tradición de pianistas latinoamericanos?
– ¡Claudio Arrau, por supuesto! Recuerdo de niño ver videos suyos y asombrarme. Todavía escucho sus grabaciones. Bueno, cómo no, todos lo hacen: es Arrau, el mejor de los mejores.
– Arrau era alguien que en sus entrevistas siempre llevaba la atención hacia los compositores.
– Él dijo algo que nunca he olvidado. Yo jamás me atrevería a decir algo así, no tendría el valor. Hablaba sobre Beethoven, y comentó: “Conozco esta sonata incluso mejor que el propio Beethoven”. “¿Pero cómo?”, le pregunta el entrevistador. “Te voy a explicar por qué. Beethoven compuso esta sonata en unas pocas semanas y luego pasó a su siguiente composición. Yo he estudiado esta sonata por treinta años, la he interpretado trescientas veces, conozco de memoria cada nota, y la he estudiado por décadas…”. Y, claro, tiene toda la razón. Los pianistas ‘vivimos’ con estas piezas: las estudiamos una y otra vez, las grabamos y las volvemos a grabar, las interpretamos en vivo… Obviamente no es que los pianistas estemos al mismo nivel que los compositores, eso es imposible, pero sí podemos conocer su trabajo incluso mejor que ellos mismos. Y, tal como Arrau, creo que la atención siempre debe estar sobre sus piezas.
No se trata de ti.
¡No! Ése es el mayor de los errores. No dices “escúchame a mí”; sino “escucha esto”. Pensar lo contrario es para mí un sacrilegio.
Madrid es desde hace un año la ciudad de residencia de James Rhodes. Se aplica (nada mal) en el aprendizaje de español y no deja de repetir las bondades de la comida, el trato y el ritmo que ha encontrado allí. Trabaja, además, en un próximo libro de educación infantil a partir de la música: “Este último año he sido más feliz que nunca. Y estoy tocando mejor”.
– Si se han leído tus libros se hace inevitable preocuparse por ti.
– ¡Claro! ¡Yo también me preocupo por mí! Pasar por una enfermedad mental es para siempre. Es como el cáncer: puedes controlarlo pero luego puede regresar. Y lo triste es que no tengo mayor control sobre eso. Puedo alimentarme bien, mantener una rutina, ver a un terapeuta, pero de pronto te deja tu novia o tus conciertos no venden… y en dos semanas estás en un hospital psiquiátrico. Nunca puedo decir: estoy bien, estoy curado. Sabemos que así no funciona.
– Has sido un vocero al advertir los riesgos de enfermedades mentales entre los músicos.
– No hay un vínculo entre creatividad y enfermedad mental, eso es una tontería. Quienes crean padeciendo una enfermedad mental lo hacen a pesar de eso. Sé que suena romántico el cuento del compositor atormentado, pero la verdad es que esto nos pasa a todos, seas músico, periodista, un niño de seis años o un administrador financiero. Si vas a un psiquiatra de seguro encontrarán algo que diagnosticarte: desánimo, ansiedad social…; el punto es en qué grado. Vivimos de un modo para el que no estamos diseñados.
– La música ayuda…
– Por supuesto que sí. Para mí es estimulante estar en contacto con los compositores y saber que eran humanos. Y que por todos los Trump’s de este mundo, todos los La Manada y el horror de esos jueces, toda la mierda alrededor nuestro… hay gente como Mozart y como Arrau que hace cosas extraordinarias. Y las necesitamos.
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