Por Marcelo Contreras
UNO. Observaba a sus entrevistadores con una expresión de divertida desconfianza, sugiriendo con la mirada qué es lo que de verdad quieres saber. Aretha Franklin sabía que los hombres siempre intentan ganar la partida. A los nueve años su padre, un famosísimo y mujeriego pastor íntimo de Martin Luther King, la obligó a cantar frente a la congregación, así como a los 14 ya era madre de dos niños con tipos distintos. Aretha respondía a las imposiciones con señales de ligera rebeldía. Si la obligaban a cantar y tomar lecciones de piano, se las arregló para dominar por sí misma y virtuosamente el teclado. Si el plan de su sello era convertirla en una diva juvenil del jazz, aguantó hasta liberarse con la sinceridad del soul en medio del volátil EE.UU. de los 60. Si el marido la engañaba, lo cantaba y hacía de sus interpretaciones un clamor universal de quien se siente enrabiado y triste al descubrir una infidelidad.
DOS. Cuando los periodistas le preguntaban por la carga sexual de sus letras, esta heroína de la música pop con canciones que desnudaban carne y corazón, se cohibía. En otras ocasiones, su sinceridad era implacable. Entrevistada por The Wall Street Journal en 2014 por el último título de su discografía, Aretha Franklin Sings the great diva classics, le preguntaron qué opinaba del socorrido autotune, prácticamente indispensable en el pop actual. Aunque parece improbable, Aretha dijo no saber de qué se trataba. Cuando le explicaron los alcances de este sistema electrónico que corrige la voz cantada, sin pestañear lo calificó de “ridículo”. Ante un listado de grandes estrellas femeninas del pop actual, arqueó las cejas y dijo paso al turno de Nicki Minaj. De Taylor Swift destacó el vestuario.
TRES. Aretha Franklin cantaba con una naturalidad espectacular que tronaba sin esfuerzo aparente cargada de pasión, una de las voces que irrumpió como banda sonora cuando Estados Unidos se desgarraba entre Vietnam y el racismo versionando “Respect” de Otis Redding, en una época en que los covers eran un arma habitual del pop. Vertiginosamente ya gozaba condición de clásica hacia fines de los 60 entre aquel formato y las composiciones propias. En la cultura estadounidense ocupa el sitio de un tesoro nacional orgullosamente negro que no requirió ser formateado para el público blanco, como sucedería más tarde con Whitney Houston dando origen a ese R&B actual que sabe de cabriolas, pero no del sentimiento que la Reina del soul imprimía.
CUATRO. Aretha creció con el sonido del góspel en una familia donde la música era vital y si bien obligaciones, modas y circunstancias la alejaron a ratos de aquel pivote del cancionero estadounidense del siglo XX (también uno de los pilares estilísticos de Elvis Presley, con quien ahora comparte calendario fúnebre), siempre volvía a esa música donde se busca consuelo, compañía y fe. Su productor histórico Jerry Wexler, una leyenda por cuenta propia y quien la empujó a tocar piano en sus grabaciones, decía que en Aretha la tristeza era una condición subyacente.
CINCO. Bebía más de la cuenta, tuvo problemas de peso, circulan impresas historias de maltratos a sus parejas, como le gustaba inventar romances. Se hundió en un sopor de música disco que duró más de la cuenta y creativamente su carrera fue de más a menos. Si la tristeza subyace como decía Jerry Wexler, a la vez Aretha Franklin manifestaba el deseo de vivir la vida con los ribetes de una teleserie sin pudores. Ella ponía unas canciones cantadas con el alma donde apuntaba a esos hombres que la enamoraban y también la hacían sufrir, esos altos y bajos que son la vida misma y que ella interpretó como ninguna.
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