viernes, agosto 03, 2018

Margot Loyola: buenas noches a todos

La Tercera

"Sabe de folclor, del cachimbo y del malambo, de la cueca desde luego, de los secretos de la guitarra, del campesino de tierra adentro; y sabe de amor, angustia, política y cenizas". Así presentó a Margoy Loyola el periodista Antonio Martínez, desde una entrevista publicada por Revista Hoy en 1997, en donde la folclorista —fallecida en 2015 a los 96 años— revela asuntos claves de su carrera, los que reproducimos a continuación.

Por Antonio Martínez

A Margot Loyola le sobra trayectoria —actuaciones, libros, discos, videos— porque ha vivido muchas Fiestas Patrias entre el folklore chileno y el latinoamericano. No se cansa de estudiar ni de enseñar, ni tampoco de viajar hacia la Universidad Católica de Valparaíso todas las semanas.

—Me voy en micro. No sé manejar, me voy en micro, desde el año 1970 que estoy viajando todas las semanas. Viajo en… ¿se le puede hacer propaganda?

—Hágale no más.

—Claro, porque Tur Bus es una empresa realmente muy seria, nunca me ha pasado nada y voy siempre muy segura.

—¿Le rebajan el pasaje?

—No, no, hasta ahora no he hecho nada, pero sé que podría tener una rebaja, lo voy a hacer ahora. Estoy jubilando, pero la Universidad Católica de Valparaíso no va a dejar que me quede en mi casa: me va a nombrar algo, profesora emérita, no sé, porque creo que estoy empezando el trabajo más importante de mi vida y lo quiero hacer bajo el alero de la Universidad Católica de Valparaíso.

—Se han portado bien.

—Muy bien. Y la Universidad de Chile también. He trabajado en muchas universidades, pero me inicié en la Universidad de Chile, con doña Amanda Labarca y Juvenal Hernández, radicales. Ahí estoy yo primero, si hablamos de color político: radical. Con ellos empecé y estuve 14 años trabajando con ellos. Y ya estoy por cumplir 60 años dedicada al folclore.

—Ya la conoce la gente.

—A veces no me conoce bien la gente, fíjese señor, así es que todo lo que se puede aclarar está bien. Algunas personas, sin conocerme, escuchan y dicen cosas y se hacen una idea diferente: creen que soy inaccesible, inalcanzable, eso dicen. No, pues, si soy una persona más, igual que cualquiera. Mire: fuimos a Colombia con el Grupo del Palomar y estuvimos en regiones campesinas, con muchos campesinos, y de repente me dice uno: «Señora, usted no parece artista». «¿Por qué?», le pregunto. «Porque usted es igual a nosotros, como una campesina».

—Sencilla, llana, simple.

—Eso es lo que soy yo, eso.

—Actualmente los artistas no son así.

—Eso es, así es. Lo que más me ha dado la vida es que no he perdido mi autenticidad de mujer campesina y me presento así.

—¿Eran diablas Las Hermanas Loyola?

—Mi hermana Estela pareciera que era muy diabla, muy juguetona; yo no. Fíjese que yo tuve siempre una especie de seriedad frente a la vida. Imagínese que a los 6 años edad ya me desvelaba pensando en la muerte. ¿Usted cree que una persona a los 6 años puede estar pensando en la muerte?

—No, porque falta mucho.

—Y mis muñecas se me morían y yo las enterraba. Esa ha sido la tónica de mi vida: una profundidad y madurez.

—Usted no vive con mucha plata.

—Mire, quiero decirle: esta casita chiquita, que está muy arreglada, pero que de todos modos se nos llovió muchísimo, la compré con el Premio Nacional de Artes Musicales en 1994. Antes no tenía casa propia, pero vivía acá mismo. La dueña de la casa se llamó Cristina Miranda. Es la persona que está sobre el piano: ella fue mi madre, mi hermana, mi hija, mi amiga y mi maestra y me acogió en su casa en 1950, cuando nos separamos con mi hermana Estela.

—Cuando se acabaron Las Hermanas Loyola.

—Trabajamos diez años juntas y nos dieron el premio al mejor conjunto folclórico, que ahora me da mucha vergüenza, porque en ese momento aún estaban vigentes Los Cuatro Huasos, Las Huasas Andinas, Las Hermanas Orellana, Las Hermanas Acuña, que eran infinitamente mejores que nosotras.

—Por algo se los dieron.

—Seguramente porque éramos muy jovencitas, porque nos iniciamos a los 13 y 14 años y algo traíamos del campo. Llegamos con trenzas y eso gustaba, era diferente a lo otro, tal vez por eso.

—Y con el Premio Nacional se compró la casa.

—Me compré la casa y me casé un poquito antes de la compra, hace siete años.

—Harto tiempo soltera.

—No quería casarme, porque siempre pensé que el amor era lo absoluto y tenía que ser lo absoluto, lo único. Busqué siempre eso y no encontraba lo absoluto, no lo encontraba.

—Tiene que haber desechado harto.

—Deseché mucho, pero mucho. Muchos galanes se quisieron casar conmigo, incluso gente del extranjero que llegó a pedirme la mano, pero había algo en mí que lo rechazaba y lo rechazaba, porque decía: «Para qué me voy a angustiar». Yo siempre pensé que el matrimonio era cárcel.

—No le falta razón.

—Pero qué cosa más rara, porque con el matrimonio llegué a la libertad. Mire que cosa extraña: me siento libre desde el momento que me casé. Antes pensaba que era cárcel, porque una desilusión tras otra, porque primero, cómo le dijera, la magia y la luz, y de repente el abismo.

—¿Experiencias personales?

—Bueno, mis padres. Perdí mi hogar a los 10 años y eso me marcó terriblemente y me costó zafarme de esa decepción, de ese no creer.

—Hasta que llegó el pihuelo.

—Me llegó el pihuelo. Me llegó porque a esta joven, mi marido, lo conocí de 19 años como alumnos y siempre se comportó igual. El también siempre pensó en lo único, que el hombre y la mujer deben vivir para un solo amor en la vida, porque la vida es muy corta. Yo decía: pero este niño habla así porque tiene 19 años, después con el tiempo va a cambiar. Y entonces lo fui observando, lo fui observando, y hasta ahora no cambia. Y ya no cambió.

—¿Qué edad tiene ahora su marido?

—Cincuenta y tantos.

—Usted es mayor.

—Yo soy bastante mayor, bastante mayor, bastante.

—Picarona.

—Sí, pero para qué me iba a casar con un viejo que no me servía de nada.

—¿Le echan muchas tallas?

—Hasta hoy me echan tallas y me encantan las tallas, porque descubro la identidad de mi pueblo con las tallas. Y le voy a contar que a mí me parece muy bien, porque todo lo que me dice el pueblo lo recibo con mucho agrado. Estábamos con Osvaldo en Chiloé, en un paradero esperando micro, y una señora pasaba y nos miraba, volvía a pasar y de nuevo nos miraba. De repente me pregunta: «¿Su hijo?». «No», le digo yo, «mi marido». Entonces nos mira a los dos y nos dice: «Sí, a veces pasa». Lo encuentro precioso: a veces pasa. Otra vez había dos hombres que estaban en un grupo preguntando por nosotros. «¿Es el hijo?». «No, es el marido». «No estís hueveando». Eso dice la gente, y me parece muy bien. No me enojo, porque me hablan de años y de edad yo parto de la eternidad y les digo: «Supongan que tengo 100 años: ¿qué sería eso en la eternidad? Un rayo, un suspiro». Y me quedo tranquila.

—En una época de la historia de la música chilena están Violeta Parra, Víctor Jara, Rolando Alarcón, Patricio Manns, todos muy comprometidos políticamente. ¿Cuál era su posición entonces?

—Yo me siento siempre unida a toda la gente, no hago distingos políticos, porque para mí es el hombre el que vale. Todos los partidos tienen gente sobresaliente y gente que no es tan sobresaliente. Por eso yo voy por el hombre, por el camino del hombre.

—¿O sea que estaba en una posición política distinta?

—Bueno, no sé si algunas eran muy políticos o trabajaban políticamente, pero era gente de izquierda, y yo tendría que estar en la izquierda, supongo, porque esos son los partidos del pueblo, a veces muy buenos y a veces muy malos. De todos modos, tengo amigos en todos los partidos políticos.

—¿Le pasó algo después del Once?

—No me diga. Horrible, horrible, señor, estuve dos años sin voz. Estaba mal y no podía estar bien, porque había mucha gente sufriendo. Yo no vivo mi vida solamente, vivo la vida de todo mi pueblo y de todos los pueblos del mundo, y recibo como esponja todos los sufrimientos. Estaba muy mal, mirando por la ventanita para afuera; no podía cantar y no tenía nada dentro de mí, estaba como seca. Mal, mal: sufría por los que estaban sufriendo y como el hombre siempre sufre de alguna forma, porque uno no puede encasillarse dentro de uno. La gente vive para sí y no le importa que el del lado se esté muriendo.

—Dos años sin voz.

—Pasé dos años sin voz. Me vino una neurosis de angustia espantosa por tantos amigos y tantos familiares. Sufría por todos ellos, por mi pueblo, sobre todo por la clase campesina, que esperaba y que ha esperado siempre tanto y que sigue esperando, señor, porque esa es la verdad. Los pueblos del mundo siguen esperando, esa es la cosa. Yo quisiera ver algún pueblo feliz; parece que no lo he encontrado todavía.

—¿Pensó en exiliarse?

—No, porque no tenía necesidad. A mí nunca me pasó nada, tengo que decirlo claramente. Tuve muchos temores, pero seguí siendo auténtica, nunca torcí mi camino y pude pedir por muchos amigos.

—¿Le hicieron caso?

—Me hicieron caso, señor, gente que estaba presa, gente que la iban a matar incluso. Y hubo gente de derecha que me ayudó y esto también hay que decirlo: ahí está el hombre, ¿no le digo yo?, no está el partido político, está el hombre. Entonces eso es bueno y por ahí voy yo, por ese caminito.

—Caminito estrecho.

—Puede ser. Creo que todos los caminitos de la Tierra son estrechos. El camino grande no lo vamos a encontrar en este mundo. Soy una mujer que busca siempre el camino de la justicia, de la paz y de la solidaridad, siempre, y creo que lo encontré en la doctrina de Cristo, creo que ahí encontré mi camino y que ahí voy a morir.

—¿Se hizo católica tarde?

—No, nací en un ambiente eminentemente católico. Por ahí encontré un libro escrito por mi madre que yo no conocía, nunca supe de eso, y está dedicado a San Pablo. Por el libro me di cuenta de que ella era católica creyente, pero como era inteligente buscó y buscó, como yo también busqué y busqué, todo mirando al hombre y en el hacer del hombre, no en el decir. Poco antes de morir, le digo: «Mamita, se va a ir por un caminito primero que yo, pero yo voy a ir detrasito de usted y usted me va a esperar en un recodo del camino y ahí nos encontramos». Me dijo: «No, m’ijita, esto termina aquí y no nos vamos a encontrar nunca».

—Entonces ya no creía en nada.

—No creía en nada. Ella después fue positivista como el señor Lagarrigue, estuvo en la religión baha’i, o sea, buscó en todas las religiones una creencia que la llevara a creer en otra vida. Y no creyó. Pero igual tuvo un sacerdote al lado de ella antes de morir, y se admiraban de la fuerza que tenía.

—¿Y qué piensa de este mundo tan interconectado, Internet, la computación?

—Horrible, horrible. Mire, no puedo estar contra la modernidad, porque siempre hubo modernidad en algún lugar. Hemos cambiado y eso es la vida, la dinámica. Pero en todo caso hay cosas muy buenas y cosas muy malas.

—¿Por ejemplo?

—La bomba atómica.

—Pero hay cosas peores que la bomba atómica.

—Mucho peores. Todo esto que está pasando con el hombre es muy vanidoso y quiere el predominio del Universo y ya no le basta con la Tierra. Me aterra el predominio: no se dan cuenta que están frente a la naturaleza y que no se la pueden con la naturaleza, que se está defendiendo y nos va a matar.

—¿Hijos?

—No, no pensé nunca porque tengo miedo del futuro. Un libro para mí es un hijo, un disco, cualquier niño siento que es mi hijo y parece que todos los niños de Chile fueran mis hijos.

—¿El futuro lo ve grisáceo?

—Lo veo bastante gris, casi negro diría yo. Malo, no veo bien las cosas, no. En el campo mío sobre todo, porque los otros campos uno los vislumbra; pero en el mío no lo veo bien. Este es un país muy pequeño para tanta gente que se dedica a estas cosas. Entonces hay pocos espacios y nunca la gente tendrá los espacios que necesita, porque somos muchos.

—Cuando era una niña de 6 años se angustiaba por la muerte, ¿Siente lo mismo ahora?

—Mucho más. Es mi tragedia, estoy angustiada, muy angustiada.

—Pasan los días, los meses, los años.

—Sí, sí. ¿Quiere que le diga? Estoy pensando en cuánto va a sufrir la gente, en todas las lágrimas, porque hay mucha gente que me quiere, mucha. Y digo yo: tanto que van a llorar. ¿Qué pudiera hacer yo para que no lloraran?

—No puede hacer nada.

—No puedo hacer nada, así es la cosa. Pero estamos mal, hay tanto individualismo, cada cual trata de salvarse y de escapar, aunque sea pasando por encima de los otros. Eso está pasando en este país. Yo no sé si es así en los otros países del mundo, pero estamos mal, estamos mal.

—Pero siempre hemos estado mal.

—Sí, sí, no sé, no sé, nosotros los viejos siempre miramos al pasado como algo mucho mejor, pero no escarbamos bien, parece que no escarbamos bien. Yo soy una mujer que todo lo idealiza: idealizo a mis maestros, a mis alumnos y a lo único que nunca idealicé fue al hombre en el terreno del amor. Nunca lo idealicé, nunca. Ni siquiera a mi marido lo idealizo. Lo conozco, lo amo, lo quiero, pero sé exactamente lo que él es, lo que vale y lo que le falta, lo sé perfectamente.

—Idealiza porque quiere, pero no se engaña.

—No, tal vez porque lo necesito. Creo que necesito idealizar para poder vivir, para poder vivir un poco más hacia la alegría, ahí está. El hombre tiene un destino muy triste, mire el destino: nacer, avejentarse, morir y morir, sobre todo morir, morir. No puedo entenderlo. En ese sentido éramos muy amigas con la Violeta Parra y sentíamos muy igual las dos, cuando hablábamos del devenir y del hombre: por qué aquí, por qué después. Nos venían unas angustias…

—¿Eran comadres?

—Fuimos comadres. Yo fui madrina de la guagüita que se murió cuando ella se fue a Europa. Ella tuvo una guagüita y la dejó en manos de una persona, y se murió. Yo no podía tenerla, porque, como le digo, no tenía ni casa propia. Comadre, me decía, y me ponía un poco de agua fría en los brazos, porque con eso se pasa la angustia. Las dos nos angustiábamos muchos. Creo que la angustia de ella era existencial, era existencial.

—Por eso se habrá suicidado.

—Qué valentía.

—¿Usted nunca lo pensó?

—No, porque de todos modos yo amo la vida y voy por esos caminos. Nunca pensé, nunca. Mi amor más grande es por la tierra y, me dirá usted, ¿qué es la tierra? La tierra es todo, la montaña, el paisaje, el hogar, el árbol, la universidad, el amigo, el marido, la familia. Todo eso que uno la atrae a este mundo.

—¿Le gustaría algo especial para dejar la Tierra?

—Sí, lo tengo previsto y le he estado dando muchas vueltas al asunto, porque como quiero tanto a mi país… De repente escojo el Valle de la Luna, de repente una región de Chiloé, de repente el Maule.

—No se ponga tan complicada.

—Pero es que es todo tan lindo. Pero tiene que ser en un árbol, en el fondo de un árbol. Me tienen que incinerar, por supuesto, porque no voy a permitir que a mi cuerpo se lo coman los gusanos, eso no. Y mi marido igual.

—Los dos incinerados.

—Yo le digo a mi marido: quedamos los dos en un cacharrito en una casa de campo y sobre un piano de cola para seguir la jarana. De repente nos ponemos a conversar y decimos estas cosas para ayudarnos, porque él tiene una tendencia a la angustia espantosa y nos ayudamos los dos diciéndonos leseras. Pero tiene que ser en el fondo de un árbol de hojas perennes, para que nazca en cada primavera a través de las florcitas. Me gustan mucho los árbole, me dan sensación de permanencia.

—¿Le diría a todo el mundo que está en ese árbol?

—Quiero que sepan que estoy ahí y que vayan a verme, que se rían y que me canten y que bailen del árbol.

—Está bien pensado.

—Está bien pensado, ¿no es cierto? Y que me pongan un letrerito que diga «Canta ahora, pus…».

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