Juan Antonio Muñoz H.
Hubo un buen resultado musical; una puesta en escena bastante convencional con pocos elementos disruptivos, y una entrega vocal y dramática algo decepcionante. Pero era importante estrenar "Lulú" (1937) en Chile, pues la ópera de Alban Berg es una pieza fundamental del desarrollo del teatro musical del siglo XX.
Tanto Berg como el dramaturgo Frank Wedekind, en cuyas obras "El espíritu de la Tierra" (1895) y "La caja de Pandora" (1902) se basa "Lulú", observan al ser humano como un animal poco domesticado; de ahí que los personajes sean presentados por un domador de fieras. Para ambos creadores era el instinto lo que determinaba la actividad humana y, fundamentalmente, el comportamiento masculino: se veía a la mujer como un objeto de satisfacción sexual.
"Lulú" es todo eso, de manera que una puesta en escena debe explicitarlo. No es posible hacer de esto un cuento de hadas ni tampoco aventurar una mirada desde el recato. No sirve.
Ese es el sentido tras la opción de ocupar el controvertido cuadro "El origen del mundo" (1866), de Gustave Courbet, calificado primero de pornográfico y que desde 1995 se encuentra en el Museo de Orsay (París). Muestra el primer plano de una vulva femenina.
Se especuló aquí sobre el tamaño que esta pieza pictórica tendría en la producción de la directora Mariame Clément. No era del porte del escenario, como se rumoreaba, sino un cuadro normal y representa el retrato de Lulú del que se habla en la ópera. Encarna, en buenas cuentas, aquello que los hombres verían en Lulú. ¿Era imprescindible? Por cierto, no. Pero está bien utilizado en la escena y, al menos en público, nadie en el teatro se escandalizó.
En esta ópera el trabajo de actores debe ser intenso y calculado milímetro a milímetro, pues la dramaturgia es muy fragmentada y confusa. Es claro que aquí sí hubo un dibujo escénico acucioso, pero los cantantes principales -con la sola excepción de los intérpretes de Alwa (Benjamin Bruns) y Schigolch (Jens Larsen)- no tienen el suficiente peso teatral para sus roles. Primó una carencia de vigor y profundidad que no pocas veces volvió monótona y plana su entrega.
Pertinente la escenografía de Julia Jansen (responsable también del excelente vestuario), que se suma a la opción de Mariame Clément, en el sentido de jugar la acción como teatro dentro del teatro, con un gran fondo que reproduce el Municipal mismo y que ubica el desarrollo de la trama en una suerte de sala de variedades / cabaret. Es ahí donde "actúan" los animales -la humanidad descrita- proyectando sus características a la sociedad burguesa. Solo para la escena final, con la muerte de Lulú, el espacio se abre, quedando los actores en una zona despojada que grafica bien el vacío existencial.
En lo musical, esta "Lulú", con la dirección orquestal de Pedro Pablo Prudencio, resultó convincente, si bien la riqueza de difumados que la partitura incorpora es todavía una tarea pendiente, lo mismo que el vuelo lírico con el que Berg quiso contrastar su experimento dodecafonista. El conjunto fue bien preparado para enfrentar la complejidad orquestal y dio cuenta de la amargura y del desvarío alucinado de la música a través de una entrega segura donde destacó el trabajo de los instrumentos de percusión, lo mismo que las novedades que aportan los vientos. Bien lograda la asociación del vibráfono al personaje de Lulú, como también los clusters de piano, al del Atleta. Esto último es muy importante porque en "Lulú" se da un sistema intrincado de "temas" o "motivos" recurrentes, de modo que dichos "temas", pero también los timbres instrumentales e incluso los ritmos, están unidos a los personajes y a algunas ideas del propio texto.
Puede resultar curioso al escuchar esta obra, pero Berg, en su partitura, identifica en ella arias, cavatinas, dúos, sextetos y otros, como si verdad estuviera haciendo una ópera con los "números" propios de una obra del siglo XIX. El asunto es que, al mismo tiempo, engarza con eso, como sucede en cada acto, una gran forma, de manera que las "partes" resultan dispersas en otros océanos auditivos. Ese doble y agobiante contenido es difícil de marcar y de exponer. Un momento particularmente bien resuelto fue el interludio orquestal llamado "Música de cine", que se ubica entre las dos escenas del segundo acto y que tradicionalmente ha servido para acompañar la proyección de un filme mudo que presagia el sino de la protagonista. En esta puesta esa película no existió.
Lauren Snouffer tiene la voz ligera y los sobreagudos requeridos por esta partitura imposible y luce espléndida, pero su Lulú es superficial, sin la intensidad ni la progresión trágica necesarias. Benjamin Bruns (Alwa) no es un tenor heroico, pero canta bien y supo comunicar mejor su parte, lo mismo que el bajo Jens Larsen, muy aplaudido como Schigolch. El barítono Stefan Heidemann fue un correcto Dr. Schön y también Jack El Destripador, cumpliendo sin más. Michaella Selinger no es en absoluto la mezzosoprano dramática que necesita la Condesa Geschwitz, aunque logró conmover en el minuto final. El elenco lo completaron Hernán Iturralde (muy bien como el Domador de animales y el Atleta), Rebecca Jo Loeb (Camarinera, Estudiante, Criado), Robin Yujoong Kim (insuficiente como El Pintor, mejor como Negro), Arturo Espinosa (Profesor), Gonzalo Araya, Carolina Grammelstorff, Evelyn Ramírez, Francisco Salgado, Jaime Mondaca, Cecilia Barrientos y Javier Weibel.
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