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Desde 46 mil hasta más de un millón de pesos se puede pagar para asistir a la próxima actuación de Paul McCartney en Santiago, un anuncio que vuelve a avivar una discusión de larga data. Promotores, investigadores y especialistas analizan el fenómeno de una de las actividades culturales favoritas de los chilenos.
Por Rodrigo Alarcón
“Nada es muy caro si se trata de nuestra felicidad” es una frase que Los Prisioneros cantaron con sarcasmo hace más de 30 años, pero continúa funcionando para situaciones diversas. Para una entrada de lujo, por ejemplo: un asiento en primera fila, un estacionamiento reservado, ingreso a la prueba de sonido y una recepción antes del concierto, además de merchandising oficial, incluye el más exclusivo de los boletos disponibles para el concierto que Paul McCartney hará el próximo 20 de marzo en el estadio Nacional. ¿El valor? $1.050.000.
Es uno de los tres paquetes VIP que ofrece la productora DG Medios, que dispuso otras once localidades regulares para el evento, a la venta desde el pasado miércoles. Los precios varían entre $568.400 y $46.400, aunque solo tres opciones están bajo la barrera de los cien mil pesos: Cancha y Galería (que están unificadas), Pacífico Lateral y Andes.
El retorno de McCartney reflotó un debate de larga data en torno a los precios de las entradas para conciertos en Chile. Y más allá de las opciones exclusivas para ver al ex beatle, el panorama no es demasiado diferente si se observan eventos similares. El último concierto en Ñuñoa fue el de Roger Waters, por ejemplo, y se podía pagar desde $44.850 a $322.000. También había tres sectores bajo los cien mil pesos: Galería, Cancha General y Pacífico Lateral.
En otro género musical, los boletos más onerosos para el concierto que Joan Manuel Serrat hizo el pasado jueves en el Movistar Arena -un recinto más pequeño- alcanzaban $132.000. Las más baratas llegaban a $27.500, pero en un sector (Tribuna) con escasos cupos. Luego, había que desembolsar $49.500 para una Platea Alta.
Otra realidad son los festivales. Para la próxima edición de Lollapalooza, el abono más barato para los tres días costaba $95.200, antes que se supiera la programación (el llamado “Early bird”). Eran solo 2.500 pases y se agotaron en poco rato, como ocurre habitualmente. Si alguien adquiere ese abono hoy, en la cuarta fase de preventa, el valor es de $190.400. El más costoso de los tickets disponibles hoy (“Lolla Lounge Premium”), que incluye desde transporte a bar abierto, es de 504 mil pesos.
¿Son particularmente caros los conciertos en Chile? Jorge Ramírez, presidente de la Asociación Gremial de Empresas Productoras de Entretenimiento y Cultura, afirma que no son tan distintos a otros países de Sudamérica. “Hay que mirar las entradas de todo tipo y no solo las de primera fila, que es como entender el valor de los boletos de avión según la categoría business. No es así, el avión tiene muchos precios”, responde.
El ejecutivo de Multimúsica explica que hasta el 40% del costo de un boleto puede destinarse a gravámenes y regalías, porque se deben contemplar gastos como un 19% de IVA, un 5% para la SCD y un promedio de 3% para las compañías que operan tarjetas de crédito y débito. “Además, en recintos del Estado, como el Nacional, no solamente se paga el arriendo sino que además se llevan un siete por ciento de la recaudación”, detalla.
Por otra parte, están las visas e impuestos que deben cancelar los artistas extranjeros y los costos que implica el traslado de equipos técnicos. “También tenemos un problema demográfico: somos 17 millones de personas y los grandes eventos ocurren solamente en Santiago, entonces no tenemos oportunidad de prorratear los eventos. En Brasil, por ejemplo, se puede hacer uno en Rio, uno en San Pablo, uno en Curitiba y uno en Florianópolis. Todo este cóctel explica, y no digo que justifique, el valor de los boletos”, añade.
En el mejor de los casos, asegura Ramírez, un concierto exitoso puede alcanzar cerca de un diez por ciento de rentabilidad, “que en estos volúmenes es un muy buen resultado”, pero agrega que “también se puede hacer la lista de lo que se anunció y no ocurrió”.
Para lo último hay ejemplos recientes: de Daddy Yankee y Luis Fonsi a Kasabian, pasando por Ricardo Arjona, hay presentaciones que han sido canceladas, han debido trasladarse a recintos de menor capacidad o han tenido baja asistencia.
Entradas y salarios
Más allá de casos específicos, una mirada a las estadísticas indica que la música en vivo es una de las actividades favoritas de los chilenos, solo superada por el cine y la compra de artesanía. Un 30% de los consultados para la última Encuesta Nacional de Participación Cultural declaró haber asistido a un concierto durante 2017, una cifra que se ha mantenido relativamente estable desde 2005 (27,5%). El mismo estudio indica que el público de conciertos es mayoritariamente joven (entre 15 y 29 años) y tiene formación universitaria completa o incompleta.
Así lo han observado las periodistas Claudia Montecinos y Javiera Calderón, que en 2019 publicarán el libro Arriba del escenario: El negocio de la música en vivo en Chile, una investigación sobre la evolución de la industria. La primera apunta que los precios de las entradas prácticamente se han triplicado en las últimas tres décadas, pero que una porción del público mantiene su fidelidad a los conciertos: “Eso lo saben muy bien los representantes de los músicos y los promotores, quienes han comprobado que por mucho que los precios suban, no faltarán personas que paguen por asistir. Y mientras las entradas se sigan vendiendo, los precios continuarán en alza. Es un círculo vicioso muy evidente”.
“No hay que olvidar que esto es un negocio como cualquier otro, igual de hermético y competitivo, y los promotores son empresarios. A pesar de que los conciertos son momentos mágicos e invaluables para los fanáticos de la música, quienes los organizan están haciendo una inversión y aprovechan el fanatismo para obtener las mejores ganancias”, agrega.
¿Qué costo tiene ese fanatismo? Uno altísimo o hasta inalcanzable para la mayoría de la población, de acuerdo a las estadísticas económicas. La última Encuesta Suplementaria de Ingresos que realiza el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) señala que el ingreso medio mensual para quienes tienen un empleo es de $554.493 y que la mitad de ese grupo percibe una cifra menor o igual a $379.673.
Dicho de otro modo: para la mitad de los chilenos que tienen un empleo, comprar la entrada más barata para el concierto de Paul McCartney significa invertir más del diez por ciento de lo que reciben al mes. Si quisieran acceder a una butaca que esté relativamente cerca del escenario, deberían gastar cerca de la mitad de su sueldo.
“¿Y el costo? ¡Qué importa el costo!”, cantaban Los Prisioneros en “Lo estamos pasando muy bien”.
Consumo y glamour
¿Cómo se sostiene entonces la industria de la música en vivo? Quizás, como muchas otras, a través de la deuda. De acuerdo a estimaciones de la Fundación Sol, este es “uno de los mecanismos que explica el dinamismo que ha mantenido la demanda interna durante las últimas décadas a pesar de los bajos salarios”.
En el estudio “Los verdaderos sueldos de Chile”, la institución recalca que hay 11,3 millones de personas endeudadas, equivalente al 80% de la población mayor de edad. Entre ellos, casi 4,5 millones son incapaces de cumplir los compromisos que han contraído. A ellos podría sumarse cualquier persona que acuda a su tarjeta de crédito para ver a McCartney, optando por pagar hasta en 48 cuotas.
El sociólogo Jorge Larraín dice que “para mucha gente pagar 40 mil pesos es un esfuerzo inmenso, pero se las van a rebuscar para hacerlo. Hay algo ahí que es especial, lo glamoroso que es el consumo y la posibilidad de ver estas cosas que se suponen top y que otros pueden hacer”.
En ese sentido, el académico de la Universidad Alberto Hurtado y especialista en temas de cultura e identidad apunta que asegurar un boleto para un concierto no es demasiado distinto a adquirir cualquier otro bien de consumo: “Participar de ciertas actividades proyecta una imagen o hace que uno pertenezca vicariamente a un grupo de referencia”, dice.
“Muchas veces me pregunto por todas esas caras que aparecen en las óperas del Municipal y salen en la Vida Social de El Mercurio: ¿a cuántos de ellos realmente les gusta la ópera y cuántos van porque se están sacando la foto con todos los poderosos de este país? El consumo siempre tiene esa dimensión y supongo que en capas más amplias de la población eso también se da”, conjetura.
Aunque cree que “hay un genuino gusto por ciertos tipos de música”, Larraín considera que la industria de música en vivo se cruza con fenómenos de mayor alcance: la inserción de Chile en el mundo, la ampliación de los negocios y la mercantilización de la cultura.
Por eso, no se sorprende -y hasta se ríe- al enterarse de que para el concierto de McCartney no hay tickets en cancha y galería, sino en un sector rebautizado como Zona Cencosud Scotiabank: “Es la extrema mercantilización de nuestra cultura. Todos los ámbitos de la vida pasan a ser un subproducto de la circulación del dinero y de las ganancias de las empresas. Y es una cosa tremenda cuando ya no quedan aspectos de la vida que no estén mercantilizados”, concluye.
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